lunes, junio 12, 2017

Casa tomada


Tengo una idea personal de la vida literaria, que, como concepto, carece de connotaciones peyorativas. No es la pose, el vacuo intelectualismo, el escaparate o el negocio. La vida literaria, mi vida literaria, es otra cosa. Es una manera de sentir que tu cotidianidad está impregnada de literatura, desde un aroma a una tarea doméstica. No digamos un rincón lleno de libros o la lectura en un parque. Hoy, por ejemplo, mientras disponía la mesa para comer, he visto en un antiguo número de Clarín —de 2014, por estas fechas—, la revista de José Luis García Martín, un texto de Eduardo Jordá sobre «Casa tomada», de Julio Cortázar. Sin dejar de trajinar en la cocina, he leído lo escrito por Jordá, con el ejemplar en una mano, a veces, por trozos, en voz alta, por afianzar la sugerencia nítida que he sentido: el mismísimo Eduardo Jordá estaba sentado allí contándome que a él le parece que «Casa tomada» no es un cuento fantástico, que el propio Cortázar dijo a Omar Prego en una entrevista publicada en 1985 que surgió de una pesadilla, y que es posible que dijera la verdad; pero que no deberíamos fiarnos. Dice Jordá que puede que Cortázar soñase el chispazo inicial de ese cuento, pero lo que le salió luego no fue un relato onírico ni un relato fantástico, que lo que le salió fue otra cosa. Y ahí me ha tenido el escritor recordándome lo que yo ya sabía, que es uno de los relatos del argentino que más interpretaciones y más distintas ha suscitado, desde que es una alegoría del peronismo o de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, hasta que los intrusos que echan a los dos hermanos representan a los lectores. Y he notado una ironía molesta en las palabras de Jordá, que insiste en que «Casa tomada» no es un relato sobre una relación incestuosa ni sobre unos fantasmas que invaden una casa, «sino un relato sobre el peso insoportable que adquiere el pasado —y la soledad y el vacío y la vacuidad vital que se han ido acumulando a lo largo de ese pasado— en el alma de dos pobres hermanos que comparten una casa».  Un relato sobre la soledad. Y sobre el miedo. Y cuando ha hablado de esto Jordá he sentido un escalofrío parecido al escalofrío que sentí cuando leí el cuento por primera vez. Ha sido cuando Jordá me ha recordado el que él dice que es el único momento en que el relato entra en el terreno de lo fantástico; cuando el hermano oye un ruido, «un sonido impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación», cierra la puerta con llave y le dice a su hermana: «Han tomado la parte del fondo». A esto me refiero con mi vida literaria, que hay veces, y son frecuentes, que el espacio en el que respiro está tomado por lecturas, por hechos de literatura, por sonidos o por personas inteligentes y viajadas como Eduardo Jordá que se sientan ahí —no es la primera vez— para contarme cosas y para que yo me ilustre.

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