Ayer vi la película de Woody Allen y salí del cine con una sensación extraña. ¿Acaso la boba fidelidad al autor me impide decir que no me gustó? No es tanto la fidelidad —y la amistad, añado, por los muchos momentos que hemos compartido—, sino la convicción de que un cineasta como él no desatiende la posibilidad de no gustar al público a propósito. Con perdón. Aun así, y tendremos que hablar más, el traslado de Nueva York a Londres, no tanto por el espacio, sino por sus habitantes, me provocó una sensación muy desagradable el día —por ayer— que leí que seis millones de menores de cinco años fallecen de hambre cada año, según informe de la FAO.