Hay un bar cerca de casa que tiene una alfombra viricida a la entrada. La información no es relevante; pero me apetecía colar el término en un texto, aunque no venga a cuento. Lo leí ayer en la crónica de Jesús Ruiz Mantilla en El País sobre el bis de la soprano Lisette Oropesa en La Traviata en el Teatro Real, entre las medidas preventivas que se han tomado para que los artistas, el público y los trabajadores estén protegidos. Quise publicar la entrada ayer mismo; pero no sé qué rara sinrazón lo impidió, pues a partir de la palabra viricida, así, en cursiva, el texto todo desaparecía y no logré editarlo tras muchos intentos. Ayer también jugué al tenis con C., por la mañana, más temprano de lo habitual —hacía, y hace, mucho calor—, y, por cierto, hay una alfombra viricida en el acceso al pabellón universitario que ahora tenemos que cruzar para llegar a las pistas. Así que sí viene tanto a cuento como la noticia en el periódico de que «La juez argentina Servini cita en septiembre al exministro del Interior Martín Villa», que firmó ayer Enric González desde Buenos Aires. Me acordé de que en la Semana Santa de hace cinco años, cenamos C. y yo en «El Rincón de Antonio», en Zamora, y vimos pasar a otro salón interior a Rodolfo Martín Villa y a quien supusimos que era su señora. Los dos pensamos en lo mismo: en lo mayor que estaba. Natural para quienes teníamos la imagen de un político franquista con lamentable notoriedad en los años de la transición democrática. Yo recuerdo clavar la imitación de la caricatura que Forges solía publicar de él en muchas de sus viñetas en Cambio 16. A Martín Villa le vienen acusando de una docena de delitos de homicidio agravado, cuando él era Ministro del Interior. Yo pensé en este señor mayor de 85 años que decía Enric González que dijo estar dispuesto a declarar y que ya había comprado un billete para viajar a Argentina. También pensé en todos aquellos que fueron víctimas de las decisiones tomadas y las órdenes dadas por quien tuvo tanto poder represivo. Ayer, lo que se me ocurrió fue pensar en que el siempre listo Enric González, después de explicar bien todo un proceso de diez años en torno al presunto delincuente, con todo el gasto de recursos humanos y económicos, remató su crónica en el penúltimo párrafo con el descojone viricida: la juez María Romilda Servini tiene 83 años. Quién los pillara.
viernes, julio 31, 2020
jueves, julio 30, 2020
Último jueves de julio
miércoles, julio 29, 2020
Salud, Gonzalo (0.2)
viernes, julio 24, 2020
Sobre Sentido y melancolía
martes, julio 21, 2020
En el quiosco con Marsé
A pesar de los varios miles de páginas de Juan Marsé que hay en casa —todas sus novelas, sus cuentos en varias ediciones principales, alguna recopilación de artículos (Tusquets sacó en 1988 en sus «Cuadernos ínfimos» la reunión de retratos para El País de Señoras y señores, y Lumen publicó en 2004 las crónicas del siglo XX de La gran desilusión)…—; y de los centenares de papeles sobre el maestro —artículos fotocopiados, volúmenes de estudios sobre el escritor, abultadas carpetas con recortes —desde aquel capítulo apócrifo de Sin noticas de Gurb, de Eduardo Mendoza, que publicó El País en abril de 1991, hasta el especial que El Cultural le dedicó por Caligrafía de los sueños en febrero de 2011…— que, sin clasificar, tengo debidamente localizados. A pesar de eso, ayer por la mañana, al bajar al quiosco compré varios periódicos para recortar y guardar parte de lo mucho que había salido en la prensa sobre el autor de Si te dicen que caí (1973). Y a pesar de que en estas circunstancias lo mucho que se publica son datos conocidos, lugares comunes y necrologías en las que casi hay más presencia del que firma que del finado. Mi periódico abría en portada con una fotografía de Marsé que le hizo Consuelo Bautista hace quince años y que yo recorté para posarla en su momento en uno de los estantes en los que están sus libros en mi casa. Escribieron Juan Cruz y Enrique Vila-Matas; Carles Geli hizo la crónica con los datos y Elsa Fernández-Santos reseñó la inevitable —y mejorable— materialización al cine de las novelas del cinéfilo Marsé. Había un artículo de Andreu Jaume («La última lección») que estaba muy bien y anunciaba la próxima publicación del libro inédito Viaje al sur, y un texto muy cercano de Javier Rodríguez Marcos que evocaba el descubrimiento de la lectura gracias a Juan Marsé en una esquinada comarca de Extremadura. Yo viví cómo ese lector, y su hermano Julián, seguirían sintiendo, años después, las huellas de aquella lectura de, por ejemplo, Últimas tardes con Teresa. «Papel», la revista diaria de El Mundo, abrió con una fotografía en blanco y negro de José Aymá del rostro curtido del escritor, y recogía varias semblanzas y opiniones, con poco cuidado formal —por errores de maquetación y por erratas— entre las que ya salía el nacionalismo catalán. Esto ya fue insistente en el ABC, que abrió la crónica de Sergi Doria, que destacaba que es un autor catalán en castellano «que abominaba de los nacionalismos», y que le dedicó su Tercera firmada por Fernando García de Cortázar, bien firme en su texto centrado sobre el espacio y, sobre todo, sobre la memoria. En este mismo periódico, eso sí, en el «Enfoque», con fotografía de Marsé cuando presentó Las muchachas de las bragas de oro (1978), Arturo Pérez Reverte tituló (?) su texto «Un autor ninguneado por el nacionalismo», que remató con su deseo de que «quede constancia del miserable ninguneo y la marginación a los que ha sido sometido por los políticos nacionalistas catalanes». No sé si porque no es su medio; pero Pérez Reverte no ha publicado aún su artículo prometido «A buenas horas, hijos de la gran puta», tan suyo. Todo se andará en el XL Semanal. Lo cierto es que la lectura de quiosco de ayer lunes, hecha con mi admiración, no me ha deparado mucha literatura. Lógico. Algo más el artículo de Fernando Valls en Infolibre, cuyo enlace me ha llegado hoy, y en el que no solo recoge la próxima publicación de Viaje al sur, sino la de un título como Notas para unas memorias que nunca escribiré, «del que no teníamos noticia», dice en su artículo Fernando Valls, que no desaprovecha la ocasión para volver a aludir al carácter sincero, insobornable y valiente de quien «se enfrentó a los malos directores de cine, a los mecanismos de los premios fraudulentos, a los políticos de la derecha rancia española y a los insolidarios, intolerantes y racistas que han gobernado Cataluña en las últimas décadas, de Pujol a Torra, pasando por el fugado Puigdemont, tres mamarrachos, por repetir el calificativo que les daba Marsé». Hoy también he leído una carta al director de El País firmada por Daniel García Delicado, de Albacete, que vuelve sobre lo mismo, que sufrió «el totalitarismo de la tierra que lo vio nacer» y que remata con otro lugar común que no por común deja de encerrar una verdad grande, que «el mejor homenaje que se le puede hacer a Juan Marsé es leerlo como lo que ha sido, un clásico moderno de la literatura en castellano». Luego, Carles Geli vuelve a escribir sobre el maestro una página —y pico de columna— con imágenes de la Barcelona de su contador de historias en la que recorre la «Geografía de Sarnita y Pijoaparte», en la que, ahora sí, uno encuentra más literatura, mucha más literatura. Y el gesto humano de Berta Marsé, la hija, que ha escrito una carta de agradecimiento «a todo el equipo médico de la Fundación Puigvert y del Hospital Sant Pau de Barcelona, especialmente al equipo de urgencias», por las atenciones que han tenido con su padre, que tanto confiaba —dice— en los médicos y en las enfermeras, a quienes gustaba escuchar. Y cierra: «Más de una vez me dijo que todos aquellos que trabajan en contacto íntimo con la vida y con la muerte tienen algo que decir. En estos tiempos difíciles para todos, tal vez sea un consejo a tener en cuenta. Escuchémosles». Nada más. Por ahora.
domingo, julio 19, 2020
Muere Marsé
A principios de este mes pregunté a Fernando Valls por Juan Marsé. Quería volver a hablar al maestro del manuscrito —o de alguna versión previa a su impresión— de El embrujo de Shanghai (1993), aquella extraordinaria novela, para un trabajo que me gustaría terminar algún día. Me escribió Fernando que Marsé tenía problemas graves de salud, y que no se atrevía a visitarlo, ni siquiera a llamarlo por teléfono, que antes se lo encontraba en la calle, pues vivían cerca; pero que hacía tiempo que no lo veía. Hoy por la mañana, una compañera me ha comunicado la noticia de su muerte, y luego han ido llegando otros mensajes de condolencia, como si yo fuese un allegado. Lo cierto es que lo he sentido mucho, sí. Es un día triste. Si murió ayer, 18 de julio, me alegro de tener otro recuerdo encomiable que vaya tapando una fecha infausta. Se va uno de los grandes, uno de esos viejos grandes de la literatura más moderna y honesta. Yo no era amigo de Marsé, era un lector y seguiré siéndolo. Así, más o menos, se expresó Arturo Pérez Reverte en un simposio dedicado al maestro en Barcelona en noviembre de 2003, del que se publicó un libro que recogí aquí, y en el que Pérez Reverte dijo: «Yo me he comprometido ante Marsé a que, si él palma antes que yo, a escribir un artículo que se titule A buenas horas, hijos de la gran puta.» (pág. 86). La ha palmado antes que él y seguro que lo cumple; o que lo ha cumplido ya. «A buenas horas, hijos de la gran puta». Qué cosas, ay. Al entierro de Juan Marsé tienen confirmada la asistencia los pálidos espectros que fueron sus interlocutores por los rincones de Gracia, La Salud y el Guinardó, y algunos de los que acudieron al del capitán Blay. Por supuesto, Dani, el cronista de un tiempo pasado; pero también Forcat, y los hermanos Chacón, el Pijoaparte, que se dejará ver sin haber sido convocado, la señora Victoria Mir —hoy es domingo y del mes de julio—, que ha sentido un extraño reclamo para levantarse desde unos raíles inservibles y ha dejado de quitarse la vida para acudir a acompañar en su muerte a un escritor que conoce del barrio. Desde lejos, lo observará todo el inspector Galván, obsesionado aún con David Bartra, y también acudirá al entierro algún que otro lector que no sea un hijo de la gran puta por acordarse del maestro a estas horas en las que él debe de estar ya aferrado a su escritura, al testimonio más elocuente de su vida.
viernes, julio 17, 2020
Otra realidad
Hoy me he topado con esta fotografía en el periódico, y me ha parecido de otro tiempo, no de ahora. Creo que son ya una docena de Comunidades Autónomas las que han decretado obligatorio el uso de mascarillas en todos los espacios públicos, aunque se pueda mantener la distancia interpersonal. En Cataluña, el Govern ha anunciado nuevas medidas y está pidiendo a la ciudadanía que no salga a la calle más que para lo imprescindible; y, además, impedirá reuniones de más de diez personas, incluso en los domicilios particulares. Es el resultado de la nueva movilidad que no afecta a todos por igual. Mientras los músicos y los actores siguen padeciendo un parón irreparable y un montón de gente sigue teletrabajando, como los profesores, cuando los bares y discotecas han abierto antes que los centros educativos…; pues parece ser que ya hay otros que ya tienen su copa en casa. En mayo, leíamos en El Confidencial que el fútbol en España «vive al margen de las fases de desescalada en cada provincia y se rige por un protocolo único para todos los equipos de cualquier Comunidad. Desde este lunes [18 de mayo], todos los equipos pueden entrenarse de forma grupal, con un máximo de diez jugadores, sin tener en cuenta los datos sanitarios». La foto me ha inquietado. Quizá la gente normal siente lo mismo. Y luego dicen que quienes reponen, quienes transportan, quienes barren las calles, quienes curan a la gente… son imprescindibles. Lo importante ya se ve en la foto, que, por cierto, tiene poca diferencia con la de abajo, la de aquel partido con el Málaga, cuando el Madrid ganó la Liga en 2017. Salvo el público. Público y cámaras delante de los que los futbolistas nunca han dejado de escupir decenas de veces cada diez minutos sobre el césped. ¿Seguirán haciendo lo mismo?
martes, julio 14, 2020
Sentido y melancolía
domingo, julio 12, 2020
La cultura
sábado, julio 11, 2020
Diario de ayer
El mediodía de ayer fue especial. Como la foto de Yolanda Pérez Lorenzo, del Gabinete de Comunicación de la UEX, que cubrió el acto de presentación de Conclausa (Cáceres, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Extremadura, 2020), el libro coordinado por Victoria Alzina Lozano y Carlos Iglesias Crespo. Especial, sí. Creo que es una foto especial. Y, probablemente, lo menos especial —aunque sí lo más llamativo— sea que todos llevemos mascarilla. Arriba, de izquierda a derecha, estamos Dionisio López, Carmen Galán, Malén Álvarez, Paco García Fitz y Jorge Fernández Avilés. Abajo están Rui Díaz Correia, Antonio Rivero Machina, Emilia Oliva, Juan Ricardo Montaña, Carlos Iglesias Crespo, Victoria Alzina Lozano, Matilde Granado, Julián Canelo, Guadalupe Nieto Caballero y Tete Alejandre. Una buena representación de quienes tuvieron la generosidad de participar en este proyecto ideado por dos de mis alumnos de 4º del Grado de Filología Hispánica, y que ha ocupado algunas horas de un período de estrecha relación con quienes solo podía ver en la pantalla del ordenador. El diacrítico de estrecha debería ser innecesario en un contexto tan extraordinario como el que hemos vivido, y un producto de lo más cercano de lo que yo he vivido —sí, con dos de mis alumnos— ha sido lo que ya es una realidad y fue solo una posibilidad aquel sábado de abril que publiqué la trigésima entrega de mi diario de «estos días», cuando yo me refería así a la recién pasada rareza de un confinamiento nunca vivido. Mi entrada en el Palacio de la Generala auguró lo mejor. En el control de acceso, en el que había que escribir nombre y apellidos, número del D.N.I. y teléfono móvil, conocí a la madrina de Carlos Iglesias. Le dije que yo era de Zafra y ella me dijo que de Ahillones, por el que, precisamente, pasé dos veces hace meses para ir a Córdoba. Ya en el salón, la primera persona a la que saludé fue al extraordinario y siempre elegante y hombre tranquilo Juan Ricardo Montaña —qué placer—, uno de los colaboradores del libro, con un poema discursivo titulado «Versos de confinamiento» que no deja de experimentar —él, tan de obra experimental— con un cuidado popularismo juanramoniano, y el único colaborador que se desplazó desde fuera de Cáceres, creo, para estar en el acto. Recordé que el 11 de marzo la presentación de la reedición de los ensayos sobre Ferlosio de Gonzalo Hidalgo Bayal fue uno de los últimos actos culturales públicos en Cáceres y que el de ayer habrá debido de ser uno de los primeros, si no el primero, una vez que hemos vuelto a este extraño estado de normalidad. También en el formato de presentación de un libro; y también de un libro admirable, articulado en tres secciones bien pensadas por sus editores y lleno de textos, imágenes e ilustraciones de creadores que han propiciado algo especial, como el momento de ayer y la fotografía de arriba. Qué bien. Del libro se han editado unas decenas de ejemplares para los colaboradores; pero se puede leer aquí.
martes, julio 07, 2020
Conclausa
domingo, julio 05, 2020
Formas de vida
sábado, julio 04, 2020
El Cultural de los viernes
Ayer bajé a recoger el periódico a primera hora, y, como todos los viernes, pagué un euro por El Cultural, de venta «conjunta e inseparable con El Mundo, y en librerías especializadas». Yo no compro ese periódico, así que desde hace muchos años llevo haciendo trampa, con la complicidad de mis quiosqueros, que, igual si se mira así, puede que tengan una librería especializada. Aunque desayuné con la prensa, mi mañana de trabajo no me permitió detenerme en la lectura hasta sentarme a comer. Fue sustanciosa, con un buen vino. Yo no sé cuántos artículos habré leído en mi vida de The New York Times Book Review. Probablemente, el primero fue el de ayer, de Jennifer Szalai, sobre las memorias de John Bolton The Room Where it Happened (La habitación donde sucedió), exasesor de Seguridad Nacional de Donald Trump. El suplemento menciona la procedencia, también la autora de la fotografía que ilustra el artículo; pero no quién hace la traducción por la que yo pude leer que este libro de un tipo del que yo no me fiaría «está inflado de prepotencia y oscila entre dos registros discordantes: extremadamente tedioso y levemente desquiciado». Me pongo en el contexto de la opinión pública norteamericana cuando haya leído esta crítica, que el medio español que lo difunde da por supuesto que el lector de aquí sabe —yo espero que sí— quiénes son Ned Flanders y Sam Bigotes. No sé imaginarme la repercusión de una crítica que termina diciendo que es «una experiencia extraña leer un libro que empieza con repetidas andanadas contra ‘los intelectualmente perezosos’ escrito por un autor que se niega a pensar detenidamente sobre cualquier cosa». No sé que pasaría en España en un caso análogo. Antes, en el desayuno, volví a enfadarme por culpa de esos opinadores envanecidos en posesión de su verdad, que antes que por las ondas nos la dan en papel prensa —y son los mismos, calculados los turnos, sin salir de PRISA— y luego leí en las mismas páginas que me ocupan ahora una respuesta de Gregorio Luri en una entrevista en la que dice que «es más fácil fomentar la opinión que el razonamiento y porque, en la práctica, solemos considerar crítico aquel pensamiento que coincide con el nuestro». Pues sí. Me anoté que ha salido nueva novela de Rafael Reig, Amor intempestivo (Tusquets), que Nadal Suau en su reseña define como «un libro sobre la vida y la imposibilidad de que transcurra sin pérdidas». También subrayé afirmativamente una parte del artículo de Ignacio Echevarría sobre la sinrazón y la idiocia que se cierne ahora sobre las estatuas y otros símbolos, y su propuesta de adaptar las acciones artísticas del recientemente fallecido Christo y sus envolturas de grandes construcciones y monumentos, como una fórmula que resolvería «de un plumazo el problema que para algunos entraña convivir con monumentos que celebran hechos, personalidades o valores que estiman repudiables. Envolver en lona estos monumentos sirve para conservarlos y negarlos a la vez, con la ventaja de que su ocultamiento, además de ejemplarizante, es reversible, según soplen los vientos de la memoria histórica y del oportunismo político del momento». Estupenda solución. Lecturas de viernes.