A principios de este mes pregunté a Fernando Valls por Juan Marsé. Quería volver a hablar al maestro del manuscrito —o de alguna versión previa a su impresión— de El embrujo de Shanghai (1993), aquella extraordinaria novela, para un trabajo que me gustaría terminar algún día. Me escribió Fernando que Marsé tenía problemas graves de salud, y que no se atrevía a visitarlo, ni siquiera a llamarlo por teléfono, que antes se lo encontraba en la calle, pues vivían cerca; pero que hacía tiempo que no lo veía. Hoy por la mañana, una compañera me ha comunicado la noticia de su muerte, y luego han ido llegando otros mensajes de condolencia, como si yo fuese un allegado. Lo cierto es que lo he sentido mucho, sí. Es un día triste. Si murió ayer, 18 de julio, me alegro de tener otro recuerdo encomiable que vaya tapando una fecha infausta. Se va uno de los grandes, uno de esos viejos grandes de la literatura más moderna y honesta. Yo no era amigo de Marsé, era un lector y seguiré siéndolo. Así, más o menos, se expresó Arturo Pérez Reverte en un simposio dedicado al maestro en Barcelona en noviembre de 2003, del que se publicó un libro que recogí aquí, y en el que Pérez Reverte dijo: «Yo me he comprometido ante Marsé a que, si él palma antes que yo, a escribir un artículo que se titule A buenas horas, hijos de la gran puta.» (pág. 86). La ha palmado antes que él y seguro que lo cumple; o que lo ha cumplido ya. «A buenas horas, hijos de la gran puta». Qué cosas, ay. Al entierro de Juan Marsé tienen confirmada la asistencia los pálidos espectros que fueron sus interlocutores por los rincones de Gracia, La Salud y el Guinardó, y algunos de los que acudieron al del capitán Blay. Por supuesto, Dani, el cronista de un tiempo pasado; pero también Forcat, y los hermanos Chacón, el Pijoaparte, que se dejará ver sin haber sido convocado, la señora Victoria Mir —hoy es domingo y del mes de julio—, que ha sentido un extraño reclamo para levantarse desde unos raíles inservibles y ha dejado de quitarse la vida para acudir a acompañar en su muerte a un escritor que conoce del barrio. Desde lejos, lo observará todo el inspector Galván, obsesionado aún con David Bartra, y también acudirá al entierro algún que otro lector que no sea un hijo de la gran puta por acordarse del maestro a estas horas en las que él debe de estar ya aferrado a su escritura, al testimonio más elocuente de su vida.
No parecía posible. Se han ido los ojos que han escudriñado la realidad con mirada crítica, irónica, siempre amorosa y considerada. Mirada hecha desde abajo, desde el suelo de la calle; para descubrir cuánto pícaro hay en el entorno que solo tiene un propósito, medrar: de desde la ingenuidad o desde el cinismo, pero solo busca enriquecerse, ascender socialmente. Patentiza que su propósito es triunfar. Cada cual com puede. Y él lo descubre. Se ha ido. Nos deja una memoria histórica de la Barcelona de la posguerra inigualable, una crónica de personajes secundarios emblemáticos que él convierte en principales. Escudriña en rincones que estaban tan a la vista que parecían invisibles. Un retrato de lo que fuimos y todavía, en buena medida, seguimos siendo. Desde hoy hemos de hablar de Juan MARSÉ en pretérito indefinido. SE FUE. DESCANSE EN PAZ. Lo siento mucho.
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