Recuerdo ahora tal tarde como la de hoy, hace un año, como por mirar atrás, sin ninguna nostalgia ni apego alguno por nada material que no sea un cuaderno en el que poder escribir en cualquier parte. Como siempre, me apoyaba en palabras ajenas, y hoy son las que leí ayer de Manuel Vicent («La luna»), que dice que la felicidad —esa metáfora de la luna como lo inalcanzable que dejó de serlo cuando se llegó a ella y no nos hizo más felices— puede concedérsela uno a sí mismo si no pide más de lo necesario. Vicent —qué lástima que todavía no hayamos logrado traerle a Cáceres al Aula «José María Valverde»— que escribe que «[...] cualquiera que remonte el río de la memoria hallará un aroma, el tacto en otra piel, un sabor en el paladar, el sonido de una música evanescente o una imagen velada en el espejo del pasado cuyo recuerdo le nublará el cerebro y le hará saltar las lágrimas de placer. Un instante de esta felicidad da sentido a toda una vida y en esas sensaciones hay que apoyar la palanca para sobrevivir», hace recuento de algunas de esas experiencias que durante el año que se acaba le han permitido alcanzar algo de esa luna de la que habla: ver dos o tres buenas películas, alguna exposición, sobremesas agradables con los amigos, una música y los resultados de una analítica favorable. Y es verdad, porque una de las mejores definiciones de la palabra «salud» que conozco es la de que «La felicidad consiste sobre todo en que el cuerpo guarde silencio por dentro», que escribe Manuel Vicent en esa misma columna, que esta última tarde del año me motiva también a recordar un libro excepcional, un desayuno con Pedro en la calle València de Barcelona, otro con Julia en una terraza de General Perón en Madrid, una visita reparadora y una espalda recorrida, la noticia que llegó por teléfono de la alegría de un amigo escritor por un premio merecido, una mañana con mis alumnas —y Javier— en la Biblioteca Pública de esta ciudad ante unos cuantos incunables —con Teresa Gómez—, otro desayuno en casa —la mejor comida del día, sin duda—, y, ojalá, un buen resultado de los análisis que no me he hecho. Feliz año nuevo.
lunes, diciembre 31, 2018
sábado, diciembre 29, 2018
Pezoa Véliz
© Fantasio (1929)
Un martes de este diciembre que se acaba, mis alumnas —y Javier— y yo estuvimos enredando en clase con un libro. Se trataba de algo muy sencillo: leer. Pero leer hasta las costuras. Algo así como leer bien el manual de instrucciones de un objeto que yo percibo que manipulan con más torpeza que un teléfono móvil o que la caja que contiene un fármaco. Buscar entre las páginas lo que parece que no está y que, sin embargo, cuando lo necesitamos, nos sirve. Por ejemplo, un índice onomástico; o una nota escondida que nos informa que el texto que leemos fue publicado en un periódico pocos meses antes de la muerte del autor, o después de su muerte, muy pocos días después de su muerte. Por otra tarea, he vuelto a esa obra póstuma de Roberto Bolaño, de la que hablé aquí, la recopilación de sus artículos, ensayos y discursos bajo el título de Entre paréntesis (Anagrama, 2004), bien cuidada por su —antaño— editor literario, Ignacio Echevarría, que es la que llevé a clase. Yo recordaba que Roberto Bolaño habló de un par de poemas memorables de un poeta chileno muy desconocido, Carlos Pezoa Véliz (1879-1908), y he vuelto a toparme, buscando otro asunto poético, con esa referencia. Ya he podido saber que uno de los poemas que Bolaño decía que merecía ser recordado era «Tarde en el hospital». Sin duda, es interesante, o como dijo Bolaño, auténticamente bueno:
Sobre el campo el agua mustia
cae fina, grácil, leve;
con el agua cae angustia:
llueve
Y pues solo en amplia pieza,
yazgo en cama, yazgo enfermo,
para espantar la tristeza,
duermo.
Pero el agua ha lloriqueado
junto a mí, cansada, leve;
despierto sobresaltado:
llueve
Entonces, muerto de angustia
ante el panorama inmenso,
mientras cae el agua mustia,
pienso.
viernes, diciembre 28, 2018
La hoguera de los inocentes
No parece mal día —aunque solo sea por lo nominativo— para hacer aquí un apunte sobre este ensayo de Eugenio Fuentes, La hoguera de los inocentes. Linchamientos, cazas de brujas y ordalías (Barcelona, Tusquets Editores, 2018). La palabra «ordalía» está en todos los títulos de los catorce capítulos —en el último, un derivado como «ordalizado»— y del epílogo de este libro. En la introducción a su obra, Eugenio Fuentes dice que leyó por vez primera esa palabra en La verdad y las formas jurídicas, de Michel Foucault y que la historia de la humanidad es una sucesión de ordalías, esa injusticia o aberración jurídica con apariencia de juicio —el «juicio de Dios»— que impelía a un acusado a demostrar su inocencia por la resistencia a la tortura o a otro tipo de pruebas irracionales y absurdas. Presentado en su origen histórico en el primer capítulo —«La ordalía primigenia»—, Fuentes se fija en el resto de estaciones de su ensayo —que también es un dietario de muy diversas lecturas, desde el libro del citado filósofo francés hasta, por ejemplo, El Proceso, de Kafka— en la esencia de su asunto, y va recorriéndolo por ejes temáticos y referencias literarias o cinematográficas. La religión católica y su combate contra su herejía, la caza de brujas, el racismo, las dictaduras, o la intolerancia ante la libertad sexual, son algunos de los puntos en los que focaliza el autor de Montehermoso su pensamiento en torno a esta actitud histórica que parece un pretexto para transitar por la historia de la literatura, del cine y del arte. Por eso, se echa en falta, sumado al índice onomástico, uno de títulos, pues son muchos, muchos más que los mencionados en el índice general que abre la obra, en el que están El hereje, de Delibes, Intruso en el polvo, de Faulkner, Las brujas de Salem, de Miller, De los delitos y las penas, de Cesare Beccaria, Huracán en Jamaica, de Richard Hughes—qué bien—, El cuento de la criada, de Margaret Atwood...; pero que también podrían mencionarse todos y cada uno de los títulos que se allegan a esta reflexión en forma de libro. Un pretexto, además, que se trae al texto y se expone admirablemente por Eugenio Fuentes. Una buena recomendación para el Día de los Inocentes, sin hogueras.
miércoles, diciembre 26, 2018
Análisis
Hay una clínica que está muy lejos de esta ciudad que me envía los resultados de los análisis de otra persona, que debe de tener una dirección electrónica parecida a la mía. Hace meses fue un hemograma y un lipidograma, y hace menos, un inquietante tac abdominopélvico con contraste. Ya avisé del error y continúo avisando, y, por supuesto, ignoro unos resultados para cuya lectura e interpretación me enviaron claves e instrucciones. Eliminados los mensajes, sigo intranquilo. A ver si no solo la dirección electrónica es lo que tenemos en común. Ojalá todo esté bien. Estoy deseando enterarme.
Libros de un año y más (y III)
Tengo que volver a empezar a leer La isla del fin del mundo (Barataria, 2018), de Selena Millares, que comencé en mal momento, escrita en primera persona y sobre algo ocurrido en el último tercio del siglo XVIII, que tanto me interesa. Y debería nutrirme completamente —escribiendo— de la novela ejemplar del extremeño de Azuaga Antonio Jiménez Casero Medea murió en Corinto (Chiado Editorial, 2016), que también tiene su primera persona y es también una manera muy discreta de ser un atractivo ejemplo de difusión de la literatura clásica, y cuya lectura debo a Carmen Alfonso. En la fotografía que parece un mosaico están dos libros muy recomendables y muy distintos —o no— de José Antonio Llera, que es profesor de literatura española en la Universidad Autónoma de Madrid y fue estudiante y doctor en la de Extremadura: los diarios de Cuidados paliativos (Logroño, Pepitas de calabaza, 2017), en los que hay de todo, incluso un Julián Marcos, profesor de latín que yo conocí (pág. 43), menos un índice onomástico, que es lo que uno echa en falta en libros que se escriben con alusión a tantas personas, desde Roger Wolfe a Abdón Moreno. Rafael Morales Barba. Oscar Barrero. José María Cumbreño. Julio Cortázar. Miguel Labordeta, que es a quien dedica su libro Vanguardismo y memoria. La poesía de Miguel Labordeta (Pre-Textos y Fundación Gerardo Diego, 2018), excelente ensayo que recorre toda la trayectoria del poeta aragonés, desde sus primeros escritos, muy jovencito —los antetextos de los quince años—, hasta la experimentación de Los soliloquios, de 1969, año de su muerte, y que tiene muy en cuenta los ricos materiales del archivo Miguel Labordeta de la Biblioteca María Moliner de la Universidad de Zaragoza. Libros, libros, libros. El trastero va a tener que esperar.
Libros de un año y más (II)
Me recomendó Gonzalo Hidalgo Bayal en la última edición de Centrifugados en Plasencia la lectura de Cien centavos (Baile del Sol, 2015), de César Martín Ortiz (1958-2010), y se lo agradezco, porque es un autor que escribía muy bien, y se disfruta mucho leyéndolo, y porque vuelvo a plantearme por qué Baile del Sol, la editorial canaria, tiene tan buen ojo para difundir textos que son tan deslumbrantes. Hace cuatro años publicaron la colección de cuentos En la frontera del color, de Charles Waddell Chesnut (1858-1932), «uno de los padres de la narrativa de tradición negra y uno de los pilares del realismo americano», en palabras de Victoria Pineda, traductora de esta obra y autora del ensayo —que sí está en la foto— Écfrasis, exemplum, enárgeia. Luis Cernuda y la poesía de la evidencia (Madrid, Calambur Editorial, 2018), que recoge una serie de trabajos sobre cómo Cernuda llevó a su poesía la descripción de una imagen artística proveniente de un cuadro —por ejemplo, en «Ninfa y pastor, por Tiziano», un poema que insistentemente he explicado en mis clases cuando teníamos que leer Desolación de la Quimera—, y que es una estupenda introducción al concepto teórico de la écfrasis como exemplum. Recibí también dedicado este año La vida amputada, de Birilo, una primera novela de la que todo lo que tenía que decir se lo dije a su autor, que dará que hablar; y también, en su día, una antología, esa de las cubiertas bermejas y La sien en el puño del colombiano José Manuel Arango (1937-2002). Lo de Ramírez Lozano no tiene nombre. Me envía sus muchos libros y no acabo de reseñarlos como es debido. Este A cara de perro (Madrid, Reino de Cordelia, 2017), que lleva en mi escritorio mucho tiempo, fue Premio de Poesía Eladio Cabañero, y me devuelve al más auténtico nombre que tiene José Antonio Ramírez Lozano.
Libros de un año y más (I)
Por estas fechas los periódicos suelen hacer recuento y relación de sucesos, hechos memorables, fallecimientos o las siempre controvertidas listas de los mejores libros publicados en los diferentes géneros a lo largo de todo el año. Yo, por estas fechas, intento poner orden en los papeles y libros, repensar en todo lo que tengo pendiente, y colocar definitivamente todos esos volúmenes leídos durante más de un año y de los que no he tenido tiempo de anotar nada aquí, a pesar de mis pretensiones, incluso a pesar de mis notas escritas, que van alargando hacia abajo un documento que no sé qué será de él. En la imagen hay solo una muestra de algunos de los muchos motivos por los que he dejado de hacer algo, como salir al cine o a tomar una cerveza, ver una serie en casa o hacer limpieza en el trastero, para dedicarme a leer por el gusto de leer. Del año pasado arranca la lectura de libros como El camino del alba (Tusquets Editores, 2017), de Alfonso Alegre Heitzmann, o Como aire africano (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2017), de Liborio Barrera. Son libros de los que no descarto escribir aquí, porque son ejemplos de esas lecturas que han propiciado apuntaciones que pueden tomar la forma debida; muy sugerentes ambos, uno por su discurso poético, artístico, reflexivo —merecedor de unas certeras palabras de una de esas notorias pérdidas de 2018: Francisco Calvo Serraller («Alba», en El País, martes 11 de abril de 2017, pág. 26)—, y el otro por ser un diario que da gusto leer de alguien que dedica su tiempo a hacer lo que yo admiro, y que, además, escribe sobre ello: viajar, escuchar música, leer, tomar nota de la realidad, incluso de su propia forma de ser («Este eres tú», pág. 123). En 2017 también se quedó la edición bilingüe publicada por Abada Editores de La moneda del tiempo, de Gastão Cruz, en traducción de Miguel Casado, que ha sabido trasladar esta forma de lenguaje que viene «da meia claridade», del poema traducido como «La sombra primera» («A sombra inicial»). Y a Abada —y a Miguel— debo también el envío, ya en este año, del volumen que incluye los Ortónimos 1902-1913, de Fernando Pessoa, es decir, aquellos textos no atribuidos por el lisboeta a ninguno de sus heterónimos, en edición bilingüe con notas de Juan Barja, y prólogo de Miguel Casado. Este no está en la imagen, igual que Periferias: letras del oeste. Ensayos sobre literatura extremeña del siglo XX, que reúne buena parte de lo mucho escrito por Manuel Simón Viola Morato sobre la literatura en Extremadura del siglo pasado. O la edición que compré, tirada de precio y como salida de imprenta, de Los pueblos. La Andalucía trágica y otros artículos (1904-1905), que preparó José María Valverde para la colección Clásicos Castalia en 1987. Hay más, claro.
martes, diciembre 25, 2018
Gutenberg
Aunque nos falta desde hace ya dos años, la Navidad sigue trayendo a Víctor Infantes y sus iniciativas tipográficas y bibliográficas, su buen hacer, su sabiduría, que nos enseñó a muchos. Afortunadamente, su compinche en esta tradición navideña desde hace años, José Manuel Martín «Almeida» —Gráficas Almeida y Turpin Editores— se ha empeñado en seguir involucrándonos en esto. Y la estrena de este año ha sido la reedición del libro de Ricardo Evaristo Santos Johannes Gutenberg. Padre de la imprenta (Madrid, Turpin Editores —Colección Los libros de Sansueña, 12—, 2018, cuyo colofón declara que es «nueva edición», de la que se tiraron —el 15 de octubre, festividad de Santa Teresa de Jesús, «mística doctora, patrona de Ávila y Alba de Tormes con la luna creciente en capricornio»— cien ejemplares impresos al cuidado de Yurema y José Manuel Martín «con sin Víctor Infantes». Quien quiera saber lo principal sobre la vida de Gutenberg y el desarrollo de la imprenta y la invención de los tipos móviles, que lea este libro, que viene acompañado de una exquisitez que es la que realmente continúa la tradición de «Ediciones de la Imprenta/Memoria Hispánica Aguinaldos» que ideó V.I.: la serie de Guten Gutenberg, 8x8 8 re/tratos en ocho tintas —una en seco— de Eduardo Scala editada por José Manuel Martín Lanza «Almeida», recubierta en cartulina ilustrada con reseña de la rica relación entre Scala «devoto de la imprenta» y Gráficas Almeida, y testimoniada en ediciones exclusivas desde 1990. Eso, una exquisitez.
viernes, diciembre 21, 2018
Después de mucho (II)
La verdad es que es tremendo lo de Horacio Quiroga; y lo buen escritor que fue, sobre todo en los cuentos. Era un bebé de dos meses cuando a su padre, que volvía de cazar, accidentalmente, se le disparó la escopeta y murió allí, antes de abrazar a su hijo. Su madre volvió a casarse, y su padrastro, que había sufrido un derrame y estaba muy impedido, se pegó un tiro que Horacio Quiroga presenció. Poco años después, mientras limpiaba el arma con la que su amigo el poeta Federico Ferrando pretendía batirse en duelo con otro escritor adversario, le disparó a la boca de Ferrando, que murió en el acto. Se casó con una alumna que se suicidó cuando tenía veinticinco años y con la que tuvo una hija. Cuando le diagnosticaron cáncer de próstata, se quitó de en medio en febrero de 1937, lo que recordó, después de mucho, en el cincuentenario de aquello, Juan Carlos Onetti en El País, por febrero de 1987: «Prefirió una agonía más breve y abandonó por la noche el hospital para comprar los bastantes gramos de cianuro para eludir para siempre la insistencia de una vida compleja y admirable, ahora ya inútil.»
jueves, diciembre 20, 2018
Después de mucho (I)
«Después de mucho» es el principio de un poema, «Sonata y destrucciones», de Residencia en la tierra, de Neruda, con el que abro esta entrada —que quizá tendrá continuación— sobre mi nuevo plan docente para el próximo cuatrimestre, que arrancó en esta otra del 13 de septiembre de 2018, dedicada a mi amigo Ignacio. No me esperaba que buscar y ordenar papeles para preparar las clases futuras iba a causarme tanta melancolía; a pesar de la gana con la que asumo volver a impartir dos asignaturas sobre Literatura Hispanoamericana. Hace más de treinta años yo escribía a mano mis apuntes y los pasaba a limpio en una máquina de escribir. Ahora, después de tanto tiempo, reconstruyo como puedo aquella ilusión y aquel benéfico extravío de un primer trabajo, y me encuentro con anotaciones de lecturas, desde Martín Fierro o José Martí, hasta Octavio Paz o los cuentos de Haroldo Conti, y amarillentos recortes de prensa de, por ejemplo, Jorge Luis Borges, en una tercera de ABC sobre «Leopoldo Lugones» (12 de octubre de 1985) o sobre «La prosa de Silvina Ocampo» en El País (3 de abril de 1986). Por aquellos años yo utilizaba unas fichas rayadas en las que anotaba ideas, esquemas o reflexiones que, asombrosamente, hoy me sirven. Quiero decir que es un gusto volver a los textos que me formaron como profesor. Después de mucho, no voy a cambiar de método. Leer textos en clase. En lugar de los de García Lorca, los de César Vallejo, por ejemplo. Si no es Javier Cercas, que sea Roberto Bolaño, que fue su amigo. Aquel primer curso en el que tuve que leer tanto, tenía clases de Hispanoamericana y de Literaturas Hispánicas los martes desde las nueve a las once, y luego por la tarde, de seis a siete, la literatura que se daba en la licenciatura de Geografía e Historia y jueves y viernes también, por la mañana (He encontrado mi horario de aquel tiempo, y puedo dar los números de las aulas: la 1, la 7 y la 18). Yo no me esperaba esto después de hurgar en las carpetas.
lunes, diciembre 17, 2018
Desastres
Un desastre. La violenta discusión a voces entre dos hermanas a causa de un padre dependiente y que traspasa el fino tabique de la habitación de hotel en la que un hombre escribe. El malentendido que provoca el torpe que no sabe dónde tiene la mano derecha. El pequeño desastre de no encontrar el libro que alguien busca porque ha prometido prestárselo a la mujer que ama. La pérdida, aunque sea momentánea, de un objeto muy querido y lo mal que se pasa. Desastres insignificantes y pequeños. Aquellos a los que se responde siempre «—Venga, no pasa nada»; tan inocuos que luego hacen que nos sintamos mal por haberles dado importancia al compararlos con los desastres graves y terribles, los que realmente marcan una vida. Un desastre. Confundir «Pastor que con tus silbos amorosos» con un verso de Garcilaso. Quedarse sin palabras porque alguien ha decretado a su modo que no merece la pena hablar más de lo ocurrido. Un recorte de prensa muy interesante en el que no se anotó al margen la fecha del periódico. No haber sabido leer bien la carta de un amigo ni el requerimiento de un juzgado. El que encuentra una mano derecha que no es la suya.
domingo, diciembre 16, 2018
Esto no es la literatura (III)
© J. Gari Melchers
En noviembre y en diciembre de 2016 publiqué sendas entradas tituladas «Esto no es la literatura». Por seguir el hilo, me permito rescatar estas líneas de un texto que me publicaron en la revista Alcántara en 2006 y que sirvió para inaugurar el curso en el Colegio Mayor Universitario Francisco de Sande: «La literatura, lejos de afectar al sentido de la vista, debilitándolo y fatigándolo —por la lectura—, lo agudiza, porque potencia la observación de la realidad, y nos aporta herramientas nuevas para su interpretación. Intento transmitir algo a través de este tipo de aseveraciones a mis alumnos en clase, pero, verdaderamente, en lo que me afano es en que capten las enseñanzas que nos aporta el simple y entero disfrute del texto literario, además de que puedan obtener unos mínimos rudimentos para la hermenéutica y el análisis de procedimientos de presentación artística de lo que sea. Una novela o una obra de teatro pueden presentar actitudes humanas comentables. El amor impávido de Florentino Ariza en El amor en los tiempos del cólera de García Márquez, la rebeldía torrencial y trágica de Adela en La casa de Bernarda Alba de García Lorca o el aliento tabacoso del guripa de Rabos de lagartija de Juan Marsé podrían ser el amor de nuestro amante, la rebeldía de una mujer conocida o el pestífero aliento de un vecino, y, como tales, analizables en tanto que actitudes o rasgos de seres semejantes, es decir, y también, características y actitudes reales de personajes ficticios. Por eso, en algunas películas americanas vemos a esos atractivos profesores de literatura en conversación con sus alumnos reflexionando sobre los celos de Otelo» («Las enseñanzas de la literatura», Alcántara. Revista del Seminario de Estudios Cacereños, núm. 65 (2006), págs. 17-18)
viernes, diciembre 14, 2018
Los visillos de la casa del Tardío
© Luis Costillo
Comencé a escribir sobre este libro y su presentación con un apunte sobre sus ilustraciones. La imagen de fuera, en las cubiertas, sitúa a cualquiera que conozca Badajoz en una plaza que lleva el nombre de Cervantes, tiene una estatua de Zurbarán y todo el mundo conoce como de San Andrés. Ahí, en una esquina, está la casa del relato, que es la que dibuja Luis Costillo bajo su firma F. Heit, que no es la misma pero es parecida a la de «Farenheit» que nos ha dicho tanto en las más recientes intervenciones del artista. La gorra del General, la copa de coñac, el estoque de torero o la barbería de Frutos puntúan este relato; se intercalan en él, lo visten, como los visillos, de organdí blanco y rizado, con los que un día amaneció la casa del Tardío. Comencé a escribir sobre este libro y su presentación con un apunte sobre sus ilustraciones y se me olvidó anotar esto de sus visillos. De su Costillo. Merecía esta breve entrada.
jueves, diciembre 13, 2018
La casa del Tardío
Mañana viernes se presenta en Badajoz, en el Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo (MEIAC), este relato largo que un formato reducido lo ha convertido en el centenar de páginas de una novela corta. Es más que eso. La edición de una obra póstuma de Carlos Lencero (1951-2006). Se titula La casa del Tardío, y lo ha publicado la editorial Libros de Mesa, de Badajoz, la ciudad que aúna al autor y al libro. Los editores alternativos y entusiastas llevan siempre una bolsa de la que suelen sacar alguna novedad. Fue el caso de Julián Mesa el pasado martes 11, en Badajoz, en el MEIAC, cuando se inauguró la exposición de José Antonio Cáceres, de su libro excepcional Corriente alterna; cuando me anunció la presentación de mañana y, a instancia mía, me vendió —15 €— un ejemplar del libro de Lencero que he leído casi de un tirón. Yo creo que un relato así, de caer en uno de esos medios de difusión nacionales que son tan mediáticos y que condicionan tanta opinión vicaria, se haría justificadamente visible por su calidad, por su encanto y por su arte. Rescato ahora unas palabras que están en la cuarta de cubierta de la reedición de Retablo de Morales escrito por él mismo (Calambur, 2002; y antes, De la Luna Libros, 1994), de Carlos Lencero, que sobre él escribió Ángel Campos Pámpano (1957-2008): «un escritor oculto para la mayoría de sus paisanos porque es un tipo de escritor de los que ya no abundan, un escritor al que simplemente le gusta escribir, un escritor que disfruta y ama su oficio. Él no se impacienta por publicar porque sabe —como aseguraba el viejo dicho— que «el papel todo lo aguanta, o no tiene vergüenza o no tiene empacho», pero sobre todo porque entiende que la literatura no es un escaparate sino un arduo camino transitado en silencio entre la devoración y la depuración». La casa del Tardío es una galería de personajes retratados con la chispa que va de Julio Camba a Manuel Vicent, y un nuevo texto que toma la ciudad de Badajoz —Plaza de San Andrés que es de Cervantes y tiene una estatua de Zurbarán; Catedral, calle de San Blas, Parque de San Francisco...— como escenario de un tiempo que es el de la rancia dictadura. Estupendo el cuadro del afeitado del personaje valleinclanesco del General, que me ha traído a la memoria la memorable escena de la novela de Eugenio Fuentes Si mañana muero (Tusquets Editores, 2013) del barbero que afeita a Franco. Escribe Carlos Lencero para rematar el pasaje: «A Frutos le corría el sudor espaldas abajo y le pegaba los calzoncillos al culo. Cuando llegaba de vuelta a la barbería, después de una de aquellas sesiones, se tenía que sentar un buen rato y tomarse una tila calentita» (pág. 67). Pero aunque la prosa de Carlos Lencero atrape al lector por una forma casi conversacional de hablar —un hablar de aquí— es la construcción de su relato lo que lo hace espléndido, desde su comienzo «...¡van a tirar la casa del Tardío!...», y cómo «tirar», «casa» y «Tardío» son los ejes de un discurso narrativo admirablemente articulado. Y bien sencillo. Mañana se presenta esta delicia —a la que hay que quitar alguna errata y descuido— en el salón de actos del MEIAC, a las ocho de la tarde, con la participación de Miguel Murillo, que bien sabe de Lencero, y del editor.
jueves, diciembre 06, 2018
Constitución Española
No voté la Constitución Española. Tenía dieciséis años. Pero me la leí entera por los fascículos de Forges que El País fue publicando un mes antes del referéndum. ¿Dónde andarán, ay? Días después de aquel hecho histórico, anoté los libros que había comprado, hasta enero de 1979. Los dos Trópicos de Henry Miller —que no encuentro por ningún sitio—, a trescientas cincuenta pesetas el de Cáncer y a cuatrocientas setenta y cinco el de Capricornio, Extramuros, de Fernández Santos (260 pesetas), los Cuentos de Ignacio Aldecoa (150 pesetas), Residencia en la tierra (180 pesetas), la edición de Losada, o El túnel, de Sábato (150 pesetas), entre otros. También, luego, cuando se votó, anduvo por casa el folleto que se editó con cubierta crema —en la imagen que he rescatado en la red— y que creo que ahora todavía conserva mi hermano Josemari en su casa, y por el que consultábamos algún artículo cuando nos petaba. Por aquel entonces, yo ya tenía el anhelo de tener la mayoría de edad que me habilitase para votar, sobre todo aquel texto que tanto costó acomodar en un momento especialmente trascendente y al que ahora algunos quieren quitar la importancia que tuvo. No comprendo tanta ignorancia; ni la trivialidad de las conmemoraciones que no conllevan importantes reformas legislativas. Cuarenta años sin tocar la Constitución en un país que ha cambiado tanto es una barbaridad. Y una vergüenza que la única reforma importante en todo este tiempo haya sido —artículo 135—, por vía de urgencia y sin referéndum, para garantizar la estabilidad presupuestaria y contentar a Europa. Yo propondría poner sobre el dintel de la puerta de entrada al Congreso de los Diputados el cartelón más grande que encuentren y en el que diga: «La Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica. La sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el varón a la mujer, y en el mismo sexo, la persona de más edad a la de menos». Eso, «el varón a la mujer», con dos cojones. Y que todos los días que entren las diputadas y los diputados al Congreso lo lean, y que se les recuerde cuando cobren su nómina que es el artículo 57.1 de la mejor Constitución que podemos tener para reformarla. Hoy soy pesimista. Creo que es demasiado tarde ya. Que no ocurrirá nunca. Que a nadie interesa. Si no, ya estaría resuelto, como jugar la final de la Copa de Libertadores a diez mil kilómetros de Buenos Aires. Otra desgracia.
lunes, diciembre 03, 2018
Primer domingo de diciembre
O primer domingo de adviento, que fue ayer. No sé. Los que se afanan en la organización de comidas y cenas de empresas quizá ya han olvidado el significado de ese tiempo litúrgico que tan alejado parece ahora del exceso que se avecina en estas fiestas. A los ateos de formación cristiana / nos gusta más el adviento que el alimento / no por sustento / que en poco tiempo / llenará las calles de tanto contento / y algarabía. Ayer, primer domingo de adviento, fue un día memorable, litúrgico. Me hice unos macarrones como los hacía mi madre, con tomates fritos a fuego lento —contento, alimento, sustento y adviento—, mucho cariño y cebolla picadita. No puedo demostrar que me quedaron tan suculentos como a ella, que se me apareció al gusto. La banda sonora la puso Videodrome, el programa de Gregorio Parra en Radio 3 al que mi hija Julia, cuando era muy pequeña, se refería cuando preguntaba a su padre por qué veía el cine por la radio. Ayer, primer domingo de adviento, el protagonista fue el general George A. Custer y el 7º de Caballería, y no sé qué decir del guerrero principal de los lakotas, «Caballo Loco». Los fragmentos sonoros de las películas fueron de Murieron con las botas puestas (1941), Soldado azul (1970) o Pequeño gran hombre (1970). Luego entró en casa el aire de la almena que lo transfiguró todo y que hizo el bien, el de «cuando yo sus cabellos esparcía, / con su mano serena / en mi cuello hería, / y todos mis sentidos suspendía». Y se llenó con el grato recuerdo de un sábado distinto. E intenso, el de la I Feria de la Cultura y el Territorio. Salimos Eugenio Fuentes y yo hacia Montijo a las nueve de la mañana y regresamos a Cáceres pasadas las nueve de la noche. La motivación de la Diputación Provincial de Badajoz de dar a conocer el catálogo de su Departamento de Publicaciones, creado hace treinta y cuatro años —esa edad tiene el primer número de la colección «Alcazaba» de poesía, los Poemas de la espera y el canto, de José Antonio Zambrano—, me pareció solo un apetitoso entrante del menú principal: la voluntad de convertir este fin de semana la Biblioteca Pública de Montijo en un lugar desde el que reflexionar sobre la memoria histórica, sobre literaturas periféricas, sobre la despoblación rural o sobre gastronomía tradicional. Cultura y territorio. La primera persona querida que saludé fue Isidoro Bohoyo, responsable en el Servicio Provincial de Bibliotecas de la Diputación de Badajoz, entrañable compañero y kameraden de promoción de mi hermano Josemari; y a partir de ahí, David Matías, de La Moderna que dio forma a ese encuentro tan atractivo, a Lidia Gómez, a Elisa Moriano, directora del área de Cultura de la Diputación, al historiador Javier García Carrero, a Gonzalo Hidalgo Bayal y María José, a José Vicente Moirón —qué alegría—, que nos regaló al final de la tarde una lectura dramatizada de los cuentos de El hombre almohada, tremendos, sacados de su contexto teatral. Eugenio Fuentes habló, y muy bien, sobre cultura y territorio, sobre todo, de desiertos demográficos, desarrollo y literatura, y otros participamos como oyentes de la mesa sobre memoria histórica y como intervinientes en la de literaturas periféricas, con Susana Martín Gijón y Manuel Simón Viola Morato. El domingo no estuve, ya digo, que fue el adviento, que, en latín —adventus—, significa «llegada». Y quedeme y olvideme, y el rostro recliné.