La verdad es que es tremendo lo de Horacio Quiroga; y lo buen escritor que fue, sobre todo en los cuentos. Era un bebé de dos meses cuando a su padre, que volvía de cazar, accidentalmente, se le disparó la escopeta y murió allí, antes de abrazar a su hijo. Su madre volvió a casarse, y su padrastro, que había sufrido un derrame y estaba muy impedido, se pegó un tiro que Horacio Quiroga presenció. Poco años después, mientras limpiaba el arma con la que su amigo el poeta Federico Ferrando pretendía batirse en duelo con otro escritor adversario, le disparó a la boca de Ferrando, que murió en el acto. Se casó con una alumna que se suicidó cuando tenía veinticinco años y con la que tuvo una hija. Cuando le diagnosticaron cáncer de próstata, se quitó de en medio en febrero de 1937, lo que recordó, después de mucho, en el cincuentenario de aquello, Juan Carlos Onetti en El País, por febrero de 1987: «Prefirió una agonía más breve y abandonó por la noche el hospital para comprar los bastantes gramos de cianuro para eludir para siempre la insistencia de una vida compleja y admirable, ahora ya inútil.»
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