No voté la Constitución Española. Tenía dieciséis años. Pero me la leí entera por los fascículos de Forges que El País fue publicando un mes antes del referéndum. ¿Dónde andarán, ay? Días después de aquel hecho histórico, anoté los libros que había comprado, hasta enero de 1979. Los dos Trópicos de Henry Miller —que no encuentro por ningún sitio—, a trescientas cincuenta pesetas el de Cáncer y a cuatrocientas setenta y cinco el de Capricornio, Extramuros, de Fernández Santos (260 pesetas), los Cuentos de Ignacio Aldecoa (150 pesetas), Residencia en la tierra (180 pesetas), la edición de Losada, o El túnel, de Sábato (150 pesetas), entre otros. También, luego, cuando se votó, anduvo por casa el folleto que se editó con cubierta crema —en la imagen que he rescatado en la red— y que creo que ahora todavía conserva mi hermano Josemari en su casa, y por el que consultábamos algún artículo cuando nos petaba. Por aquel entonces, yo ya tenía el anhelo de tener la mayoría de edad que me habilitase para votar, sobre todo aquel texto que tanto costó acomodar en un momento especialmente trascendente y al que ahora algunos quieren quitar la importancia que tuvo. No comprendo tanta ignorancia; ni la trivialidad de las conmemoraciones que no conllevan importantes reformas legislativas. Cuarenta años sin tocar la Constitución en un país que ha cambiado tanto es una barbaridad. Y una vergüenza que la única reforma importante en todo este tiempo haya sido —artículo 135—, por vía de urgencia y sin referéndum, para garantizar la estabilidad presupuestaria y contentar a Europa. Yo propondría poner sobre el dintel de la puerta de entrada al Congreso de los Diputados el cartelón más grande que encuentren y en el que diga: «La Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica. La sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el varón a la mujer, y en el mismo sexo, la persona de más edad a la de menos». Eso, «el varón a la mujer», con dos cojones. Y que todos los días que entren las diputadas y los diputados al Congreso lo lean, y que se les recuerde cuando cobren su nómina que es el artículo 57.1 de la mejor Constitución que podemos tener para reformarla. Hoy soy pesimista. Creo que es demasiado tarde ya. Que no ocurrirá nunca. Que a nadie interesa. Si no, ya estaría resuelto, como jugar la final de la Copa de Libertadores a diez mil kilómetros de Buenos Aires. Otra desgracia.
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