Decía abajo del editor Javier Martín Santos que esconde al artista Javier Alcaíns. En La adivinanza del agua está también el dibujante, el ilustrador, el iluminador, que ha adornado este libro con veinticinco imágenes —contando la de cubierta—, en las que el agua de lluvia es un elemento recurrente y permanente. Y aquí está el escritor, el autor de prosa y poesía, los dos géneros en los que se ha movido Alcaíns. De todos los Alcaíns posibles, solo falta aquí el calígrafo, el amanuense, el singular pendolista de cuidado trazo que ha reescrito textos como el Cantar de Cantares (Moleiro Editor, 2000), como El libro de Daniel (Moleiro Editor, 2001), o Piedra de sol, de Octavio Paz, el Diván del Tamarit, de Lorca —editados en su sello y a demanda— o Sepulcro en Tarquinia, de Antonio Colinas (Editora Regional de Extremadura, 2009). Por eso hablo del sincretismo artístico que representa La adivinanza del agua. Pero, desde el punto de vista genérico, también es sincrético, pues se mueve entre la prosa y la poesía, entre el relato y el poema en prosa, entre el lirismo y la narración, entre lo descriptivo y lo simbólico. Es todo a la vez y es una nueva propuesta de Alcaíns muy difícil de encasillar, de limitar. De ahí su extraordinario valor. Lo enigmático del título y del final del colofón de Javier Alcaíns se traslada al género de este espléndido texto que se titula La adivinanza del agua. Aquel colofón con fechas de abril de 2018 a junio de 2019 en el que se decía que «seguía sin saber la solución de la adivinanza del agua». Es prosa, pero no puede decirse que sea solo un cuento. Es poético; pero parece que no puede ser considerado poema. Es estampa… Será lo que el lector quiera que sea siempre que capte la condición del texto como un cuerpo dinámico, que discurre, que se mueve, que va corriendo como el agua. En La adivinanza del agua las palabras, como el agua, corren, discurren, se mueven como líquido benéfico y reparador. Yo creo que esta es una de las singularidades principales de esta obra.
jueves, mayo 28, 2020
miércoles, mayo 27, 2020
martes, mayo 26, 2020
Alcaíns fecit, 2019 (I)
Acompañé al autor de este admirable libro que es La adivinanza del agua, cuya primera edición es de julio de 2019, en las presentaciones que se hicieron en Cáceres, el 27 de noviembre (Biblioteca Pública de A. Rodríguez-Moñino/María Brey), en Plasencia, el 30 de noviembre (Librería La Puerta de Tannhaüser), y en Madrid, el jueves 5 de diciembre (Librería Panta Rhei). Todo esto ocurrió cuando no nos imaginábamos que viviríamos lo que hemos vivido y aún estamos viviendo. Durante el encierro se canceló la presentación del lunes 20 de abril de 2020 en Moraleja (Cáceres), a la que habría acompañado también a Javier, para hablar de su obra, que vive un momento de madurez estética destacable. He tenido la satisfacción de seguirla casi desde sus comienzos, a mediados de la década de los ochenta, de cuando datan sus primeros originales caligrafiados e iluminados —si no estoy equivocado, el primero, el Cantar de cantares, es de 1986—, o más adelante, cuando publicó su libro de poemas Memoria de los viajes (Editora Regional de Extremadura, 1989), al que seguiría, diez años después y con el mismo sello editorial Teatro de sombras (Editora Regional de Extremadura, 1999); o su libro de relatos La locura y las rosas (Editora Regional de Extremadura, 1997), entre ambos libros de poemas. Hablo de esa madurez por el carácter sereno y sincrético que tiene este libro de La adivinanza del agua, en el que se reúnen todos los lados del ser artístico de Alcaíns. Aquí está el editor, por supuesto, pues el libro sale con el sello de Javier Martín Santos, que es la marca editorial de Javier Alcaíns —que atiende oficialmente por esos apellidos—, y bajo el que ha editado memorables volúmenes, en impresión láser y cuidados papeles, de autores como Pierre Louÿs y otros a través de las maravillosas ediciones de François-Louis Schmied, el impresor, grabador y diseñador y editor ginebrino cuyo perfil lo confirma como uno de los grandes referentes del quehacer de Javier Alcaíns. En la edición de Las canciones de Bilitis, de Pierre Louÿs, en el prospecto, escribió esto sobre el editor suizo: «[…] conoció los libros de horas y los incunables, en cuyas páginas encontró la arquitectura del libro que él más tarde modernizaría. […] Definitivamente instalado en París, Schmied decidió imprimir sus propios libros, cuidando todos los aspectos de la edición —tipografía, grabados, tipo de papel…—, con la intención de que cada ejemplar fuera una obra de arte. Atraído por los manuscritos medievales y por las miniaturas árabes y persas, modernizó con formas geométricas las iniciales, los pies de página y los entrelazos decorativos de los grabados, realizados al pochoir [—lo que en español vendría a ser el estarcido—] y realzados con tintas de oro y plata. Buscó en cada página una composición diferente que, integrada con el texto, trasmite armonía y una inexplicable felicidad cuando se contempla». Está claro que en la materialidad de esta impecable edición de La adivinanza del agua Javier sigue la línea de sensibilidad de un personaje como el impresor y editor Schmied. Y que cuando redactaba esa nota sobre el de Ginebra estaba pensando en algo parecido a lo que él siempre ha anhelado como editor. Y en que se siente una «inexplicable felicidad» cuando se contempla una obra como esta.
domingo, mayo 24, 2020
Poeta en Nueva York
Hace unos años, en abril de 2016, escuché a Dionisio Cañas decir en el aula 31 de mi Facultad que «el libro español de poesía que más ha influido en las literaturas del mundo entero ha sido Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca, un libro que muchos críticos no entienden y que a la mayoría de los lectores les parece de difícil lectura». Lo entrecomillo porque Dionisio me dio el texto de aquella charla, que conservo. Resulta admirable que el libro de poesía más influyente de la literatura española sea uno de esos que no se «entienden». Dos cursos después de aquel de la conferencia de Dionisio Cañas expliqué por última vez el libro de Lorca en clase. Me lo pasé bien en aquella promoción de Paqui, Silvia, Inés, Sara, Marina y Marina, José Manuel, Lara, Estrella, Elisa, Ana y Carlos, Andrea, Wafae, Araceli, Sofía… No sé si se me olvida alguien de aquella convocatoria de entrevistas sobre las lecturas que ahora echo de menos. Me acordé ayer de aquello al escuchar en Radio 3 el programa de Isabel Ruiz Lara, Tres en la carretera, dedicado al octogésimo aniversario de la publicación de aquel libro póstumo de Federico García Lorca, que se cumple hoy domingo, 24 de mayo. Escuché a Ben Clark —que leyó con ímpetu «Grito hacia Roma»—, a Rosa Berbel, Fernando Valverde, Raquel Lanseros, Olalla Castro —«Mirad el mascarón»—, Pedro Larrea —«Ciudad sin sueño»— y a Antonio Praena —que también leyó a su modo «Grito hacia Roma», con el recuerdo de sus maestros. Reparador. Casi al mismo tiempo aparecieron las dos «primeras ediciones» de Poeta en Nueva York, con una separación de tres semanas: la edición bilingüe de William Warder Norton, The Poet in New York and other poems (Nueva York, 1940), en traducción de Rolfe Humphries, el traductor del Romancero gitano. Esa fue la que apareció el 24 de mayo. La otra, la de México, el 15 de junio, en Editorial Séneca, Bergamín mediante. Qué maravilla. No duerme nadie por el mundo, ni por el cielo.
viernes, mayo 22, 2020
Noticias frescas
Ayer bajé por primera vez al campus desde el 13 de marzo, que fue viernes. No es la primera vez que reparo en el tiempo que ha pasado. Más de dos meses. Se dice pronto. Al llegar a mi despacho, me dio la sensación de que alguien lo había desinfectado. Y ha debido de ser cierto, pues aquello tenía todo el aspecto de haber sido removido y toda la apariencia de un orden ajeno. No habrá sido más que la aplicación del protocolo de limpieza que se mencionaba en el «Procedimiento de retorno a la actividad presencial en la Universidad de Extremadura tras el confinamiento decretado por alerta sanitaria por COVID-19», elaborado por mi querida compañera Avelina Rubio, que me hace pensar en que estamos en buenas manos. No como las mías, pues al volver en el coche, con el botín de unos libros que tendría en la Facultad desde no sé cuánto tiempo (Porque olvido. Diario 2005-2019, de Álvaro Valverde, y la edición crítica de Felice Gambin de la Política Angélica, de Antonio Enríquez Gómez), en un descuido, dejé una botella de agua mal cerrada en el asiento vacío del copiloto —¿por qué se dirá esto si tenemos que especificar que no pilota y que es solo acompañante? Cuando me di cuenta, parado en un semáforo, que es cuando siempre tomo cabal conciencia de lo que ocurre mientras me desplazo en coche por la ciudad, el periódico estaba empapado y gracias a ello no se mojaron ni el asiento ni los libros que llevaba. Todo lo absorbió El País que al llegar a casa puse al sol en el diminuto tendedero que tengo en la única ventana antigua y practicable que da al patio. Una vez soleado y seco, el aspecto del periódico era tan deplorable como las noticias de su interior. «PSOE y Podemos pactan con EH Bildu derogar ‘de forma íntegra’ la reforma laboral». «Casado recupera a ETA en su discurso contra el Ejecutivo y defiende las protestas. Santiago Abascal imputa a Sánchez ‘responsabilidad criminal’». «Bolsonaro autoriza dar a enfermos de covid-19 un fármaco sin aval científico». Menos mal que los acontecimientos del día, por orden cronológico, fueron que pude recuperar mi certificado digital y normalizar, gracias a mi compañero Jesús Ureña —ubicuo espíritu benefactor muy real—, el portafirmas que me permitirá cumplimentar desde casa las actas de los exámenes; esta casa en la que ayer —segundo gran acontecimiento— comí por primera vez con Pedro, aunque cada uno en un extremo de la mesa. Ganas de abrazar no faltan.
miércoles, mayo 20, 2020
Poesía y dinero
En mi biblioteca faltan obras fundamentales. Por las razones que sean; y nunca por voluntad. A veces por ignorancia. No sé: Ana Karenina —no la encuentro—, una buena edición de Petrarca, una digna colección estuchada de En busca del tiempo perdido, de Proust, o un estudio filológico esencial —un ensayo, pongamos por caso aquella Aproximació al Tirant lo Blanc, de Martín de Riquer, de 1990 en los Quaderns Crema, creo. La lista sería inabarcable. Son obras que he requerido de otras bibliotecas, públicas casi siempre. Sin embargo, entran con frecuencia fruslerías editoriales que mis amigos y allegados me critican. «—¿Qué haces leyendo eso?» —me dicen algunos cuando ven en mi casa el último libro de un poeta que acaba de presentarlo en un bar de Cáceres. (Como si los bares no fuesen tan dignos lugares como el paraninfo de mi Facultad o el Círculo de Bellas Artes de Madrid, y los poetas locales no mereciesen un poco de atención). Se me ocurre esto delante de la antología A mi trabajo acudo, con mi dinero pago. Poesía y dinero. Antología poética desde el Arcipreste de Hita hasta la actualidad. Ed. de José Carlos Rosales. Madrid, Vaso Roto Ediciones, 2019, que está en casa desde diciembre. Las casi cien páginas que ha escrito el poeta José Carlos Rosales («Poesía y dinero: ¿las dos caras de una misma moneda?») puede que sean lo más interesante de esta edición que recoge un montón de textos de un montón de autores desde el Arcipreste de Hita hasta Begoña Ugalde Pascual, una poeta chilena nacida en 1984 cuyo poema «Pájaros que soportan el invierno» comienza con un verso que dice que «Mi padre trabajó en un banco hasta jubilarse», que debe de ser la patente que le ha dado derecho a figurar en esta antología, a pesar de que tiene muchos más méritos para estar en otra sobre pájaros, ya que en su texto se posan chincoles, tórtolas y zorzales. No sé. Yo creo que esto es un ensayo libre y personal sobre literatura con la excusa de poner el foco en el tratamiento poético del dinero al que se le han sumado ciento ochenta páginas de poemas cuyo interés no está, sin duda, en que aludan al dinero. Dos ejemplos solo, «La moneda de hierro», del libro homónimo de Jorge Luis Borges, y «Alto jornal», de Claudio Rodríguez (de Conjuros). Ay, no sé. A mí me da que con esta antología me han timado. Perdón, me he timado yo, que la he buscado y comprado. Y eso que a mí este tipo de florilegios temáticos no me dicen nada. Que digo yo que por qué está aquí «Aceituneros» de Miguel Hernández —¿porque se menciona la palabra «dinero» en el sexto octosílabo?— y por qué uno de los autores con más poemas —cuatro, como Fonollosa, Claudio Rodríguez y Manuel Vilas— es José María Cumbreño, del que se seleccionan versos muy poco pertinentes. De verdad, si hace unos años me hubiesen dicho que estos cuatro poetas merecerían estar en una antología así de dineraria, lo habría dudado. Como propuesta editorial, vale; pero para publicar un ensayo libérrimo —en nota al pie 116 (pág. 78) aparece el Papa Francisco— sobre poesía y dinero no sé si era necesario enmascararlo en un recuento de poemas del siglo XX y los primeros del XXI, pues tan solo once textos de los ciento y pico son anteriores. El último día de febrero, el poeta y crítico Luis Bagué Quílez publicó una reseña de este libro que viajó conmigo a Don Benito y sobre la que tengo una opinión distante solo por su final: «Ya saben que el tiempo es oro. Les garantizo que no lo gastarán en balde, si deciden invertir 23 euros en este libro». Yo los invertí. Veintitrés, sí. En balde.
lunes, mayo 18, 2020
Diario de estos días (y LXIV)
«No recuerdo cual fue mi primer libro, pero sí los veinte primeros» (Luis R. Lama)
Viernes, 15. Sábado, 16. Domingo, 17. Lunes, 18. Fase 1. Antes de retomar la página de un trabajo que dejé sin terminar la noche del jueves, quiero escribir esto hoy. Como cierre de una fase personal sin nada que ver con las fases de esta desescalada que no me imaginaba que iba a afectar así a la escritura de este diario, que doy por concluido. Ya vendrán —o no— otras anotaciones sin el pie forzado del día. El viernes por la mañana recibí la noticia del estado crítico de mi hermano L., el mayor de los cuatro, ingresado en el hospital de Zafra desde hacía más de dos semanas después de aquella primera crisis que dejó su rastro en este relato de un confinamiento. Llamé a la Comandancia de la Guardia Civil para informarme sobre el requisito para poder salir de la provincia de Cáceres y visitar a mi hermano; y poco después, mi hermano J. me enviaba al teléfono una fotografía de un documento de la administración del hospital en que se hacía constar el ingreso y mi necesidad de acudir. En más de dos meses, era la primera vez que iba a viajar y que iba a estar en contacto con otro entorno que no fuese el de los pocos clientes de un supermercado y unos cuantos paseantes a horas menos transitadas. […] Tengo escritas bastantes líneas más sobre lo que ha ocurrido desde el viernes hasta ahora, casi todas hablando de mí mismo; razón de más para descartarlas e indicar todo con esa señal de omisión. Solo diré que el sábado fue el cumpleaños (25) de mi hijo, y no quiero cerrar estas páginas sin mencionarlo, como un hecho más, acaecido en este período tan extraño. Y tampoco sin dejar recuerdo aquí de la muerte de mi hermano L., el mayor de los cuatro, a las 3.30 de la madrugada de ayer domingo 17, que es límite de una escritura que a él tanto le apasionaba desde joven. La imagen de arriba es la dedicatoria que me escribió en mi ejemplar de La tentación de escribir (2000), una suerte de autoedición limitadísima a media docena de ejemplares de sus escritos —inéditos en su mayoría— de 1964, con dieciocho años, más unos pocos de aquel presente al límite del nuevo milenio. En ese texto, siempre se refiere a sí mismo en las anotaciones posteriores como «la criatura»; o el «imberbe», cuando evocó sus primeras adquisiciones en la Librería Guerra, en la que veía siempre en las baldas más altas de las estanterías los mismos libros y por lo que propuso al dependiente —Jesús, de apodo «Muela»— comprar toda la fila, casi a peseta el ejemplar, escribió mi hermano, que añadió: «Se fueron pagando poco a poco, sacrificando las pipas y altramuces de la señora Rita» (pág. 211). En esa biblioteca que comenzó a formarse por entonces, mi hermano J. y yo tomamos las principales referencias de lo que hoy somos. Nada del otro mundo; pero todo de este. De este que J. dejó escrito en su blog hace años. Entre aquellos veinte primeros libros a los que alude el epígrafe que encabeza esta triste entrada, están el Quijote y las Novelas ejemplares, Os Lusiadas, las Memorias de un médico de Alejandro Dumas, el Fausto de Goethe, dos tomos de la novela de Enrique Pérez Escrich Los ángeles de la tierra, o el primero de De la oración y meditación, de Fray Luis de Granada. Qué horas tan tajantes desde que dejé la página de la noche del jueves, y qué cantidad de circunstancias y sensaciones en una crisis como la que estamos viviendo tan propicias para ser contadas en un diario como este. Da igual. Cierro aquí estas líneas. Sin más detalles.
jueves, mayo 14, 2020
Diario de estos días (LXIII)
«Es por ello» (Gobierno de España)
Jueves, 14. Fase 1. Esta mañana he conocido la comunicación del Rector sobre el acuerdo del Consejo de Gobierno de la UEX del recién pasado martes 12 por el que se aprueba que los exámenes de las convocatorias de junio y de julio de este año tendrán carácter no presencial. Era previsible. Es la última comunicación que he archivado desde que el segundo día de encierro decidí abrir una carpeta en mi ordenador para guardar todos los documentos oficiales relativos a esta crisis. Una especie de Biblioteca de Resoluciones y Decretos de la Pandemia. La clásica acepción de biblioteca como obra bibliográfica aún se mantiene; pero ha perdido mucho, ha bajado —en términos lexicográficos— frente al significado común. El significado de una palabra va descendiendo peldaños o líneas en el diccionario hasta que, supongo, desaparece. La recupero en esta relación incompleta —no quiero cansar— que comencé al principio de todo esto para recoger lo que en ese momento me pareció que podría ser histórico cuando pase un tiempo. El Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declaró el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19. La Resolución del Rector de la Universidad de Extremadura, de 15 de marzo de 2020, por la que se suspendió toda actividad presencial en la UEX como consecuencia de la declaración del estado de alarma provocado por el COVID-19. La Resolución del Rector de la Universidad de Extremadura, de 13 de abril, por la que, como consecuencia de la situación producida por el coronavirus (COVID-19), se dictó la impartición definitiva de toda la docencia en régimen no presencial hasta la finalización del curso 2019-2020. Las Recomendaciones sobre criterios generales para la adaptación del sistema universitario español ante la pandemia del Covid-19, durante el curso 2019-2020, de 15 de abril de la Conferencia General de Política Universitaria. La Resolución del Rector de la Universidad de Extremadura, de 16 de abril de 2020, por la que, como consecuencia de la situación producida por el coronavirus (COVID-19), se modificó el calendario de exámenes y de defensa de Trabajos Fin de Grado y Máster del curso 2019-2020. Los Criterios académicos de adaptación a la docencia no presencial en el segundo semestre del curso 2019-2020, válido para el conjunto de titulaciones oficiales de la UEX. Y la adenda a los criterios académicos de adaptación a la docencia no presencial durante el Decreto por el estado de alarma por el COVID-19, de 21 de abril. O el Procedimiento de retorno a la actividad presencial en la Universidad de Extremadura tras el confinamiento decretado por alerta sanitaria por el COVID-19, de 27 de abril. Sin contar los escritos y documentos oficiales que a nivel estatal se han venido publicando durante estos dos meses y pico. Una biblioteca realmente inquietante que más de uno debería tener en cuenta cuando saca a la calle cacerolas y banderas sin importarle la responsabilidad honesta de quien toma las decisiones de gobierno.
miércoles, mayo 13, 2020
Diario de estos días (LXII)
«de los miércoles quemados de magnesio» (Antonio Martínez Sarrión)
Miércoles, 13. Fase 1. La foto de hoy la hice ayer con la cámara de mi teléfono, cuando daba el paseo.
martes, mayo 12, 2020
Diario de estos días (LXI)
«Pasan los trenes / por el gran túnel / entre las varas de nardo / que tricotean» (Juan Larrea)
Martes, 12. Fase 1. Ayer por la mañana llamó el cartero para que bajase. Que me traía un envío certificado. Me lo había anunciado hacía unos días Julián Mesa, por si prefería recibirlo en casa, ya que suponía que aún no iba a ir por la Facultad. Yo también prefería verlo ya, y no esperar a cuando pueda bajar al campus. Era su más reciente proyecto editorial, esta vez del pintor Jorge Galindo, Álbum (Badajoz, Libros de Mesa, 2020). Creo que es la cuarta entrega, después de las obras de Luis Costillo (2017), Felicidad Moreno (2018) y Emilio Gañán (2019), y el propósito sigue siendo el mismo: la edición cuidada de una tirada reducida de ejemplares (125), ochenta de los cuales van numerados para los «socios» o suscriptores que se han sumado a esta «forma de coleccionar arte con muy pocos medios», como decía el primer prospecto de la aventura, que indicaba que cada uno de esos ejemplares incluía una obra original firmada por el autor o autora. A mí me ha tocado una de las pequeñas (13,5 x 8,5 cm.) tarjetas postales antiguas —francesas, de los años treinta y cuarenta— que conforman la base de esta colección de ochenta y una cartes con motivos florales sobre las que Jorge Galindo (Madrid, 1965) ha añadido trazos de un cromatismo muy diverso y sugerente, casi, diría, con la intención de poner la mano del presente sobre antiguos vestigios de vida, pues las tarjetitas están timbradas y escritas, la mayoría para felicitar las fiestas navideñas y el Año Nuevo. Hago todos los días en mis tareas un receso para escribir estas notas, que a veces vienen preparadas por apuntes de días atrás. Ayer, gracias a mi hermano J., dejé preparada esta referencia final al cartero que me trajo, sin saberlo, el libro de Galindo. Resulta que este cartero de mi zona se llama Juan José Ramos Vicente (Logrosán, 1960) y es un apasionado estudioso de la historia del ferrocarril en Extremadura, y tuvo contacto con mi hermano cuando se hizo en 2013 una estupenda exposición sobre los ciento cincuenta años de la circulación del primer tren por Extremadura. A veces, Juan J., cuando me ha traído alguna carta, me ha recordado el parentesco familiar; pero ayer pegamos un poco más la hebra y me contó que está ultimando otro libro gracias a este parón por el confinamiento. Tiene ya varios títulos publicados: Palazuelo-Astorga. Una línea estratégica (2013). El ferrocarril de Talavera de la Reina a Villanueva de la Serena. Historia de una ilusión. (2015). Almorchón-Belmez-Córdoba. El ferrocarril del Guadiato (2016). Todos autoeditados. Todos agotados, según me dijo ayer mi cartero. Y no menos de quinientos ejemplares. Así que con los Libros de Mesa hay que seguir aumentando la tirada, que hay mercado.
lunes, mayo 11, 2020
Diario de estos días (LX)
«Ninguna multitud de gente que se ha juntado» (Emily Dickinson)
Lunes, 11. Fase 1. En la otra vida, a las tres en punto, coincidiendo con las señales horarias, cambiaba de emisora antes de que —los domingos con estridencia telúrica— empezara el informativo de deportes. Ni que decir tiene que ponía Radio 3. Y dónde va a parar, ay. Pero desde que La ventana de Carles Francino en la SER ha adelantado su hora, me encuentro todas las tardes con este grupo de amigos con sentido común y del humor que aportan tanto y tan bien a los que estamos solos, y es una delicia. También Beethoven ayuda con la Séptima que sonó en Radio Clásica el otro día en una reposición de Música y significado, de Luis Ángel de Benito, que es el único presentador a quien consiento que hable tanto entre música y música. Tomo aire —a pesar de la mascarilla— durante el paseo, ya cuando cae la tarde, y se lleva mucho mejor volver a la clausura ya de noche. Se acentúa, sin embargo, aquello del afecto frustrado que dije el primer sábado que salí, pues cada día hay más gente conocida con la que uno se encuentra. Y volverse aquí cuesta. Quizá eso explique que más de una noche haya compartido con alguien la música que escucho. Ahora, en esta fase, como si las autoridades tuviesen miedo a una rebelión, podemos reunirnos con nuestros allegados y abrirán las terrazas en ciertas condiciones estipuladas, además de otras medidas que se han publicado y seguirán difundiéndose en los próximos días. Yo estoy contento porque en algunos de mis paseos en la semana puedo ver a P., con quien recorro la ciudad monumental como si fuese una experiencia insólita de un padre con su hijo. Todo parece insólito. Ya se ha dicho y repetido infinidad de veces en todos estos días. Ahora, de fondo, está sonando una rana o un grillo, no sé. Debe de haber sido una alarma que ya se ha callado.
domingo, mayo 10, 2020
Diario de estos días (LIX)
© Diario HOY
«¡Cuál gritan esos malditos!» (José Zorrilla)
Domingo, 10. Fase 0. Ayer leí un mensaje de Jacinto García Alonso (Cáceres, 1934) en el que, tras presentarse, decía: «estoy viviendo el distanciamiento social (cuarentena) del Covid 19. Trato de mantener aquí en Facebook solamente personas por las que tengo aprecio, o que han pasado por mi vida en algún momento. Me encantaría ver si aún podemos comunicarnos con más que emoticonos y/o gifs y realmente escribir algo el uno para el otro. La idea es ver quién lee un post sin foto como este. Estamos tan inmersos en tecnología que olvidamos la cosa más importante: la buena amistad. Y si os consideráis mis amigos, participad en esta experiencia. Si nadie lee este mensaje, será una corta experiencia social, pero si la lees tú hasta el final, quiero que comentes con una palabra sobre nosotros. Por ejemplo, un lugar, un objeto, una persona, un momento con el que te identificas o recuerdas de mí. Si quieres, copia este texto y publica en tu muro (no compartas) e iré al tuyo para dejar una palabra que te recuerde. Por favor, no escribas ningún comentario si no tienes tiempo para copiar el texto o no te apetece. Eso arruinaría la experiencia. Por cierto, al principio, cambia mi nombre y escribe el tuyo. Veamos quién tomó un tiempo para leer y responder según esta historia compartida más allá de Facebook. Muchas gracias, amigos». Me pareció enternecedor que alguien como él se preocupase por combatir la frialdad y la premura de la distancia social con las que despachamos todo. Con la mejor de las intenciones, muchos no han hecho caso al mensaje y han escrito comentarios en su muro; y yo quizá tampoco esté haciendo lo correcto al escribir aquí sobre uno de esos cacereños que merece un libro por lo mucho hecho a lo largo de una vida y por la inquietud que todavía tiene para todo. Yo le conocía por ser el dueño de la famosa pastelería «La Salmantina» de la Plaza Mayor y, sobre todo, por el café «Neguri», en cuya última etapa unos cuantos conocidos participamos en una tertulia literaria en la que tuvieron especial notoriedad amigos que ya faltan, como Agustín Villar o Julián Rodríguez. Pasados los años, volví a ver a Jacinto —hombre de teatro— como estudiante aplicado en los cursos de verano Lecciones de Teatro Clásico que organizamos durante seis ediciones seguidas hasta que en 2016 se vinieron abajo por falta de interés de los presuntos interesados. Menos Jacinto, entusiasta, que ha seguido preguntándome hasta no hace mucho —cuando nos encontrábamos en el supermercado— sobre si seguíamos programándolos en la Universidad. Hace unos años, María José Torrejón publicó una crónica en su periódico Hoy sobre la «clase magistral» de Jacinto García Alonso a los alumnos de Hostelería del IES Universidad Laboral, de donde he sacado el detalle de la foto. Ahí se pueden leer más cosas sobre Jacinto.
sábado, mayo 09, 2020
Diario de estos días (LVIII)
«donde, para mi bien, conmigo vives» (Álvaro Valverde)
Sábado, 9. Fase 0. Hoy hace veintiocho años que murió mi padre. Esta mañana —muy temprano, como siempre— me enviaba un correo electrónico Álvaro Valverde en el que compartía sus comunicaciones a propósito de una futura colaboración. Una coincidencia, porque recuerdo que aquel sábado —como hoy— de 1992 escribí el nombre de Álvaro en una nota que dejé a mi amigo Ángel Campos Pámpano excusándome por no poder leer en el VI Congreso de Escritores Extremeños, que se estaba celebrando desde el viernes en Cáceres, la ponencia conjunta que habíamos preparado Jesús Cañas y yo. Álvaro había sido invitado a un encuentro literario organizado por Iñaki Abad en el Instituto Cervantes de Nápoles, que coincidió con el congreso extremeño, y su ponencia («La lección suspendida») no recuerdo si tuvo que leerla el propio Ángel o Luciano Feria. Me había indignado que en la primera sesión alguien criticase la ausencia de Álvaro, que despreciaba —decían— nuestro congreso y prefería el pavoneo literario de un acto internacional. Deberían —dije— estar orgullosos de que un escritor extremeño, un socio de la AEEX, hubiese sido invitado a aquello. Por eso, en la nota que dejé a Ángel escribí que confiaba en que nadie me criticase por ausentarme y no leer nuestro texto —que leyó Jesús—, porque mi padre agonizaba. (Mis hermanos no quisieron decirme que había muerto de madrugada para que no viajase abatido. Debí agradecérselo, porque, por momentos, pocos y fugaces, durante el trayecto hasta Zafra, creí que me daría tiempo a despedirme de él). Siempre me acuerdo de Álvaro cuando evoco aquel hecho y me acordé también cuando él, ocho años después, perdió a su padre, a quien dedicó «Entonces la muerte», una de las secciones de su libro Desde fuera (Tusquets, 2008), una elegía en cuatro poemas, el último de los cuales se cierra con el verso que copio arriba. Fernando Aramburu dedicó un hermoso comentario a ese poema en una colaboración que yo leí en el periódico Hoy cuando se publicó y que Álvaro recordó el año pasado. Hoy hace veintiocho años que murió mi padre. Desde entonces, en una de las habitaciones de su antigua casa, como oculto detrás de una de las hojas de una puerta siempre abierta, estuvo colgado en la pared el calendario de la foto, hasta que, al vaciarla para su venta después de morir mi madre en noviembre de 2016, lo desclavé y lo guardé. En el circulito sobre el día 9 se aprecia, con la letra de mi madre, dificultada por la escritura en vertical, el nombre que hoy me ocupa: «Luis».
viernes, mayo 08, 2020
Diario de estos días (LVII)
«Esto no puede durar mucho tiempo, Ramón, se decía Ramón al despertarse y ver que a nadie le importaba si se levantaba o si se quedaba en la cama» (Antonio Pereira)
Viernes, 8. Fase 0. [1] Tengo un cestillo en mi escritorio en el que guardo rotuladores y bolígrafos sin estrenar. En los días más duros me tranquilizaba levantar su tapa para comprobar si seguían ahí, si tenía existencias. Con los cuadernos en blanco me pasó lo mismo y constaté que podría aguantar varios años sin necesidad de comprar más. [2] Las campanas de San Juan están exactamente sincronizadas con el reloj digital de mi ordenador. Anoche, cuando cambió de 23:59 a 00:00, empezaron a sonar las doce cabales. [3] La fotografía es del Callejón del Gallo, con vistas a Las Veletas. Ayer no llegaron a la treintena las personas con las que me crucé en un paseo de una hora. [4] Me ha escrito L.: «Qué tiempo este, Miguel Ángel, qué sensación de estar como en los dibujos animados, cuando se caía el coyote por un precipicio y hasta que se daba la hostia tenía tiempo de hacer alguna cosa —como hacemos todos ahora en casa— para que nos partiésemos de risa, porque sabíamos cómo terminaba. Y da miedo pensar en cómo estará todo cuando salgamos». [5] Problemas con los tiempos verbales. A veces escribo tan cercano a los hechos que cuando voy a publicar ya es pasado y lo que era un «dice» muta en un «ha dicho». Hasta que, con el correr de las horas, tengo que quedarme con un «dijo».
jueves, mayo 07, 2020
Diario de estos días (LVI)
«Un andar apacible y un rostro» (Olvido García Valdés)
Jueves, 7. Fase 0. Es patente la diferencia que hay entre el escenario de mis paseos ahora y un pasillo recorrido centenares de veces en ambos sentidos durante cincuenta días. Salgo a la calle desde el sábado cuando ya cae la tarde y durante casi una hora, siempre por el entorno monumental. El paralelo de las perspectivas de las imágenes creo que refuerza su excepcional disimilitud y no me desdigo de alejarme, como escribía el pasado domingo con Olga Tokarczuk, de la humillante línea recta que idiotiza. La rectilínea bajada del Adarve de la Estrella desemboca en el zigzagueo de los aledaños del Archivo Histórico hasta la Puerta de Coria, desde la que se puede circunvalar el centro noble y eclesiástico, prolongar el recorrido y hacerlo distinto a cada vuelta. A pesar de ello, no hay noche que no me cruce en diferentes sitios con la misma persona que también se deja llevar por un trazado que invita a la improvisación y a lo arbitrario. Los mismos rostros embozados de dos chicas en Puerta de Mérida y poco después en Tiendas; la misma mujer que pasaba esta mañana por mi calle acompañando a un anciano con gorrilla con un caminar cauto pero diestro; el mismo corredor que el martes cruzaba a buen ritmo toda la Plaza Mayor. Pero muy poca gente, por la hora y por el marco incomparable. Es lo más especial de una circunstancia tan especial; que hay muy poca gente y que se respira la tranquilidad de ese tramo final de un día intenso, como tantos desde hace tanto. Casi sin salir de casa.
miércoles, mayo 06, 2020
Diario de estos días (LV)
«Cada vez parece más lejano el siglo XX» (Luis Sáez Delgado)
Miércoles, 6. Fase 0. Hace ya días que leí este libro extraordinario. Descubrimiento del continente negro (Mérida, De la luna libros, 2020), de Luis Sáez Delgado. Qué gusto leer un libro tan atrayente, tan distinto, tan inteligente. Nada tiene que ver su excepcionalidad con la de su modo de lectura, confinado aquí, pues lo leí entero —son unas sesenta páginas— mientras caminaba por la casa y en voz alta. Menciono su extensión porque es un valor añadido del texto el que permita concentrar su lectura en una sesión o en dos, a lo sumo, y sumergirse en estas «Cinco fábulas sobre el siglo XX», que es el subtítulo de la obra, como el que está bajo los efectos de algún estimulante intelectual durante un breve lapso de tiempo. Las cinco fábulas, que recorren hechos, personajes históricos, fechas, países y espacios o lugares concretos, propician enlaces entre ellas y aportan una unidad muy sugerente al conjunto. Por ejemplo, en la tercera —«Música popular contemporánea de la ciudad de Buenos Aires—, la portada de una revista trae a Nikita Kruschev, y la alusión al último de los edificios que Stalin ideó y que protagonizan el primero de los capítulos —«Siete hermanas»—, «las torres que Stalin deseaba para el cielo de la capital» (pág. 45), mencionadas de nuevo en el relato «Kampuchea», que, a su vez, por la alusión a las «tres aes seguidas» de OSPAAAL (Organización de Solidaridad con los Pueblos de África, América y Asia), se vincula con el ya citado tramo tercero y la paramilitar Triple A del peronismo más atroz. Luis Sáez traza de forma brillante una red intratextual que resulta un pedazo de atlas histórico interesantísimo sobre el siglo XX. En una muy reciente entrevista ha declarado que es muy perezoso para la escritura: «acumulo muchísimas notas, pero el momento real de la escritura me puede, y así ha ocurrido también con el libro de relatos que se acaba de publicar. En esencia, tengo la suerte de no considerarme escritor, con esa obligación de producir de forma permanente, siempre con algo que entregar; sino alguien que en un momento determinado ha querido compartir dos o tres historias que me parecían importantes, y nada más. Descubrimiento del continente negro es, en este sentido, el spin-off de un texto mayor que retomo episódicamente, y que terminaré cuando alguien me meta prisa». Ojalá sea pronto, porque este esqueje de obra mayor alimenta mucho pero no sacia. Luis Sáez ha tratado una realidad histórica como la segunda mitad del siglo XX como si fuera un objeto de ficción —«nadie puede imaginar el futuro, pero sí el pasado» (pág. 71), y ha trenzado cinco relatos que son una joya, rematada, por si fuera poco, con su propia explicación en «[Una escisión]», así, entre corchetes, para subrayar su condición de notal final sobre lo que uno ha leído. Interesantísimo.
martes, mayo 05, 2020
Diario de estos días (LIV)
«templanza y nervios de acero» (Manuel Rodríguez Cancho)
Martes, 5. Fase 0. En una entrada de los primeros días del mes pasado aludí a algunos diarios del encierro que he seguido y sigo. Me gusta picotear en estas notas de tono, estilo e intención variados, que también he leído en la prensa en papel, con firmas como Javier Sampedro o Íñigo Domínguez en El País. Habrá infinidad de textos así, algunos mucho más secretos y domésticos de personas que han querido anotar sus impresiones y reflejar por escrito su estado de ánimo ante una situación tan extraordinaria. En estos días he conocido uno de esos textos al que, con permiso de su autor, Manuel Rodríguez Cancho, voy a referirme. Manolo, geógrafo, fue compañero en la Facultad hasta su jubilación temprana, y, aparte otras responsabilidades públicas y cargos de gestión de rango municipal y autonómico, fue concejal de Turismo del Ayuntamiento de Cáceres en el momento —año 2004— en el que se puso en marcha la candidatura de esta ciudad como Capital Cultural en 2016. Consideró que yo podría ayudar en algo y me pidió que colaborase como asesor. Así lo hice hasta que todo se desbarató, antes del desbarajuste definitivo. Pero esa es otra historia. Dimitió dos años después como concejal por discrepancias con el proyecto urbanístico para la instalación de El Corte Inglés en Cáceres, y no ha sido ese el único hecho en el que ha mostrado su talante crítico y su integridad moral, su sentido común, y también su manera de tomarse la vida —disfrutándola. Una cita de La peste, de Albert Camus, encabeza el texto que me envió el sábado 18 de abril: «¿Qué hacer para no perder el tiempo? Sentirlo en toda su lentitud». Su título «¡Todo es cuestión de tiempo! COVID—19 en 2020» y su propósito «expresar y compartir preocupaciones, sobre la sorpresa que causa lo inesperado, los temores al día después. Un poco de todo, una visión personal que se va construyendo a diario». Por las referencias que hay a días de finales de marzo, deduzco que el texto, de casi dieciocho mil palabras en cuarenta y seis páginas, está escrito en los primeros quince de abril, no sé si con constancia diaria, hasta darlo por terminado para enviármelo con un «espero que te guste, y si es así compártelo con quien creas oportuno» y sin disimular cierta espontaneidad de pluma y despreocupada labor de lima. No es la primera vez que Manolo me confía algunos de sus escritos, que en más de una ocasión han visto la luz en forma de libro casi autoeditado. Diez propuestas para acabar con la riqueza (1995) es una de sus obras, y creo haber tenido otra que no encuentro en casa. He leído muchas reflexiones, a partir de esta situación —que él y su pareja comenzaron a vivir en la costa de Cádiz para regresar a Cáceres cuando ya estaba todo casi vacío—, sobre economía, salud pública, política, bien común, aficiones, literatura, cine…; que uno puede compartir o no, discutir a veces por la perspectiva porfiada de un ciudadano que protesta, pues no en vano son «las anotaciones compulsivas de un observador que actúa como un mirón»; pero lo que me interesa de estas páginas es la voluntad de quien se pone delante del ordenador para expresarse. Siempre he tenido un enorme respeto al hecho de la escritura cuando se hace con honestidad y, en este caso, franqueza, siempre para construir y no para deshacer nada. Al contrario, Manolo con su texto nos recomienda: «Pruebe a desconectarse de los cables umbilicales aferrados a su cuello, intente apagar el televisor durante horas, no sintonice la radio y oiga el silencio, apártese del ordenador, del móvil y pruebe a oírse a usted y a los suyos, escuche la cantidad de cosas nuevas que tienen que decirse». Por aquí pasan Borges, el ¡Indignaos! de Hessel, Nelson Mandela, Antonio Machado, Orwell, películas como El jovencito Frankestein, historiadores como Yuval N. Harari, Los Simpson, Cervantes… Desde luego, la lectura de un texto como el de Rodríguez Cancho es como escuchar de balcón a balcón a alguien que quiere conversar todas las tardes y en el que uno ve una gana enorme de que el futuro sea mejor: «Y si la presente generación, entendida como aquella que habrá de engendrar, desde una sociedad civil más estructurada y fuerte, nuevas formas de control a la política y a los políticos, nuevas relaciones sociales más permisivas y respetuosas, una nueva ética de comportamiento económico y productivo, de sostenibilidad con los recursos que utilizamos, de evolución positiva en las ideas, de equilibrio con el medio en que nos encontramos instalados. Y si fuéramos, para variar esta vez, menos ambiciosos y competitivos, más tolerantes con las diferencias, más humanos». Ojalá.
lunes, mayo 04, 2020
Diario de estos días (LIII)
«Dicho así, de repente, puede parecer raro, fantástico» (Gonzalo Torrente Ballester)
Lunes, 4. Fase 0. Vuelvo sobre anotaciones hechas en la fase dura. El miércoles 22 de abril recordé apenado en estos apuntes al periodista José María Calleja, al que, por cierto, el sábado de esa semana Antonio Muñoz Molina dedicó con mucho sentimiento su columna «Ida y vuelta» en Babelia, con una espléndida fotografía de Bernardo Pérez. Esa mañana fue cuando recibí la grabación de un programa de radio de un instituto de Mérida al que envié un saludo a petición de mi amiga P.; y me sentí —y me sentó— muy bien. Pero no conté lo que ocurrió horas antes. Quizá por pudor o por miedo a que alguien pensase en que estoy perdiendo la cabeza. Ahora creo que no es mal argumento el de perder la cabeza y por eso diré que aquella pasada madrugada mis zapatillas me dieron pie para este apunte. De la palabra simetría hay una definición global y dos específicas. La primera la explica como la correspondencia exacta en forma, tamaño y posición de las partes de un todo; que es la que, adaptada, se aplica al campo de la geometría que tiene en cuenta esa correspondencia en la disposición regular de un cuerpo o figura con relación a un centro, un eje o un plano. Ese cuerpo, de una planta o un animal, cuyas partes u órganos están dispuestos ordenadamente si hablamos de biología. Dos órganos vivos perfectamente equilibrados y alineados eran mis zapatillas, dos barcazas azules y simétricas para llevarme al baño. Cuando volví a la cama el reloj marcaba las 05:50, una hora capicúa que me daba tregua hasta las siete y media, e intenté dejar las chinelas —nunca uso esta palabra— en la misma posición en la que estaban, como si fuese una consigna u orden que luego seguí en la colocación armónica del bote de gel, del frasco de la colonia, de la barrita de desodorante o del espray de la espuma de afeitar. Pero todo se desbarata si uno pierde la concentración. Y así fue. No sé cómo pudo ocurrir. Me había puesto unos calcetines visiblemente desparejados. Y para colmo, la lectura continuada de unos modelos que tuvimos que cumplimentar con los nuevos criterios de evaluación ante la situación presente me hicieron bailar con los adjetivos «síncronas» y «asíncronas» aplicados a las clases y tutorías. Parece ser que yo las hago síncronas y asíncronas. Confío en que esto no sea crónico.
domingo, mayo 03, 2020
Diario de estos días (LII)
«Camino y vago la mirada por el cansancio/ sereno de los palacios» (Agustín Villar)
Domingo, 3. Finalmente, salí anoche. Atuendo deportivo para disipar dudas sobre mi propósito de hacer ejercicio físico y no levantar ninguna sospecha de ir a un sitio concreto para perpetrar ningún quebrantamiento. En realidad, salí sin rumbo, pero sí hacia un escenario preciso: la ciudad monumental. En unos pocos pasos puedo estar en ella subiendo por Postigo hasta el Arco de Santa Ana; pero preferí bajar hacia la Plaza Mayor por San Juan, en donde me encontré con mi compañera P. y su hijo L., que regresaban ya a su casa. Creo que la de anoche fue la primera situación de expresión de afecto frustrado de las que nos esperan. Hablar a distancia, y renunciar a un abrazo, a un beso, a un leve apretar en un brazo, a una caricia… Ya eran las diez y no había mucha gente en la plaza, que abandoné para cruzar el Arco de la Estrella, llegar a Santa María y, tras pasar la Plaza de San Jorge, y subir por la Cuesta de la Compañía —paré a hacer esas dos fotos sin flash por falta de batería—, encarar la Plaza de San Mateo, en donde me crucé con dos parejas con mascarillas y otro caminante solitario como yo. Bajé por la calle Ancha y llegué a Las Claras, y cuando quise darme cuenta, después de pocos minutos, ya estaba a la altura de casa. Hasta cuatro vueltas, en ilusionado y extraño medineo, di al casco histórico. En la segunda, subí por la Cuesta de Aldana, la Casa del Mono —Biblioteca Zamora Vicente— y pasé por Olmos, Puerta de Mérida y otra vez mis pasos me sacaron fuera hasta la zona de Pizarro, en donde vi más gente. Y preferí volver a disfrutar de la noche templada entre las piedras. Esta mañana pensaba en que, si escribía aquí mi excursión y mencionaba mi recorrido, mi texto iba a ser lo más parecido a uno de esos folletos de Semana Santa que indican el itinerario de las procesiones que basan su encanto en su paso por el entorno monumental. Después de tantos días sometido a los estrictos términos de las paredes de esta casa, salir fue trazar otro dibujo distinto. Rebelarse ante lo que ayer mismo leí en la novela que tengo entre manos (Los errantes, de Olga Tokarczuk, que recomiendo, en Anagrama): «La línea recta: qué humillante. Cómo destroza la mente. Qué pérfida geometría la que idiotiza, ida y vuelta: una parodia del viaje. Partir y acto seguido regresar. Tomar velocidad y acto seguido frenar». La «parte antigua», como se la llama aquí, es todo lo contrario a lo rectilíneo y previsible, y en esa imperfección reside su belleza, y en ella me zambullí durante casi una hora anoche para volver a sentir esa noción de espacio tan distinta y tan cercana. Jugar con el espacio, y con el haz de posibilidades que implica, que diría Juan Goytisolo.
sábado, mayo 02, 2020
Diario de estos días (LI)
«Y ahora, ¿hacia dónde voy?, ¿tiro a la derecha o a la izquierda?» (Miguel de Unamuno)
Sábado, 2. Igual no salgo hoy. No tengo ninguna necesidad —con perdón. Después de más de cincuenta días creo que puedo esperar a no ser de los primeros como todo el mundo. En cualquier caso, si es, será en el tramo nocturno, desde las ocho a las once. Se me vienen a la cabeza aquellas imágenes que probablemente quedarán ya para la historia —bueno, quién sabe, después de conocer ayer la irresponsabilidad de quienes celebraron el cierre del hospital de IFEMA—; las de las aglomeraciones a las puertas de los grandes almacenes el primer día de rebajas. Todo el mundo habla de lo mismo, de ser prudentes. Todo el mundo no, verdaderamente. Esta mañana he visto en mi calle a dos vecinos sin máscaras ni guantes saludarse pegaditos y a uno de ellos dar al otro dos palmaditas en la espalda como despedida. Con ellos no va este asunto. Llevamos mirándonos al espejo —pero nos miramos de verdad, no como Pablo Casado— desde el principio del confinamiento, y cada nueva situación es analizada desde varios puntos de vista —desde el reflejo de cada uno— y recogemos nuevas recomendaciones que sumamos a las que hemos incorporado a nuestro vivir cotidiano. Ayer, un preparador físico dijo en la radio que hay que tener cuidado con las lesiones, después de todo este tiempo con escasa actividad, que hay que estar en forma para correr y no correr para estar en forma. Como nunca, y será por esta experiencia de escribir aquí todos los días, al escuchar un informativo o una tertulia radiofónica, o al leer la prensa, he sentido ir tan al compás de la normalidad más plana —aurea mediocritas—; como nunca, me he encontrado tan acomodado con lo que le ocurre a cualquiera. Por ejemplo, la primera frase de esta entrada de hoy fue ayer «Igual no salgo mañana». Y a la hora de comer, que es cuando leo el periódico, he visto en el titular de un texto de Sergio C. Fanjul en El País: «¿Volver a salir? Preferiría no hacerlo». En él se habla del síndrome de la cabaña y de la agorafobia, y de un niño de doce años que dice que no sale porque está bien en casa. También me he sentido aludido por el artículo de mi admirado Nuccio Ordine en el que dice que nunca había imaginado, después de treinta años de servicio, dar clases a través de una fría pantalla. Yo tampoco. Y destaca lo maravilloso que es leer un texto clásico mirando a los ojos a los estudiantes, y la importancia de sentir el soplo vital de una clase. Yo también. Pero habla de los «cantores del progreso» y de quien «se muestra exultante» porque considera que este es el momento de dar un salto adelante para llegar a una enseñanza telemática. Estoy con él y con los cantores. Del mismo modo que estoy con un pie dentro, en mi pasillo de estos días, y con un pie fuera, en mi privilegiado kilómetro de distancia de mi domicilio que comprende un área Patrimonio de la Humanidad. Igual sí salgo.
viernes, mayo 01, 2020
Diario de estos días (L)
«Era una noche del mes / de mayo, azul y serena» (Antonio Machado)
Viernes, 1. Hoy fue primero de mayo desde anoche, antes de acostarme, leyendo aquí con el fondo musical del programa de Luis Martín «Solo Jazz» (Radio Clásica). Por la mañana, una amiga que me ampara, M., me envió en un mensaje adornado con unas flores las redondillas machadianas dedicadas a Juan Ramón Jiménez cuando publicó Arias tristes (1903): «Era una noche del mes/de mayo, azul y serena./Sobre el agudo ciprés/brillaba la luna llena,/iluminando la fuente/en donde el agua surtía/sollozando intermitente./Sólo la fuente se oía./Después, se escuchó el acento/de un oculto ruiseñor./Quebró una racha de viento/la curva del surtidor./Y una dulce melodía/vagó por todo el jardín:/entre los mirtos tañía/un músico su violín./Era un acorde lamento/de juventud y de amor/para la luna y el viento,/el agua y el ruiseñor./“El jardín tiene una fuente/y la fuente una quimera…”/Cantaba con voz doliente,/alma de la primavera./Calló la voz y el violín/apagó su melodía./Quedó la melancolía/vagando por el jardín./Sólo la fuente se oía.» También me escribió mi querido lector J.A. para decirme que al ver ayer la fotografía de la estatua de Leoncia le vinieron los recuerdos. Dice que la conoció cuando vendía el vespertino Extremadura frente a la iglesia y que su «inolvidable amigo», el barítono Juan Sánchez Mayoral, cuando paseaba por San Juan y se encontraba con Leoncia, le compraba los periódicos que le quedaban por vender para que se marchase ya a su casa a descansar. Este Sánchez Mayoral me ha llevado al músico militar Juan Julián Sánchez Mayoral (1894-1936), que vivió en Cáceres y que fue fusilado por su lealtad a la República. Pero no tienen nada que ver. J.A. me ha enviado una fotocopia de un recorte del diario Hoy de 24 de febrero de 1989, con una necrología firmada por Paquita García («Murió Juanito “El de las aguas”») en la que hablaba de su indesmayable vocación por el canto de zarzuela, y que fue funcionario en el Servicio de Aguas del Ayuntamiento cacereño, y que todo lo que hacía entre contadores lo hacía cantando. Me dice mi corresponsal que en estos días de reclusión ha escuchado mucha música, y que hay un fragmento, la romanza «Una furtiva lacrima», de L’elisir d’amore (1832) de Donizetti, que cantaba maravillosamente Alfredo Kraus, y «que Juan, aunque era barítono, la clavaba». Primero de mayo.