Ayer bajé por primera vez al campus desde el 13 de marzo, que fue viernes. No es la primera vez que reparo en el tiempo que ha pasado. Más de dos meses. Se dice pronto. Al llegar a mi despacho, me dio la sensación de que alguien lo había desinfectado. Y ha debido de ser cierto, pues aquello tenía todo el aspecto de haber sido removido y toda la apariencia de un orden ajeno. No habrá sido más que la aplicación del protocolo de limpieza que se mencionaba en el «Procedimiento de retorno a la actividad presencial en la Universidad de Extremadura tras el confinamiento decretado por alerta sanitaria por COVID-19», elaborado por mi querida compañera Avelina Rubio, que me hace pensar en que estamos en buenas manos. No como las mías, pues al volver en el coche, con el botín de unos libros que tendría en la Facultad desde no sé cuánto tiempo (Porque olvido. Diario 2005-2019, de Álvaro Valverde, y la edición crítica de Felice Gambin de la Política Angélica, de Antonio Enríquez Gómez), en un descuido, dejé una botella de agua mal cerrada en el asiento vacío del copiloto —¿por qué se dirá esto si tenemos que especificar que no pilota y que es solo acompañante? Cuando me di cuenta, parado en un semáforo, que es cuando siempre tomo cabal conciencia de lo que ocurre mientras me desplazo en coche por la ciudad, el periódico estaba empapado y gracias a ello no se mojaron ni el asiento ni los libros que llevaba. Todo lo absorbió El País que al llegar a casa puse al sol en el diminuto tendedero que tengo en la única ventana antigua y practicable que da al patio. Una vez soleado y seco, el aspecto del periódico era tan deplorable como las noticias de su interior. «PSOE y Podemos pactan con EH Bildu derogar ‘de forma íntegra’ la reforma laboral». «Casado recupera a ETA en su discurso contra el Ejecutivo y defiende las protestas. Santiago Abascal imputa a Sánchez ‘responsabilidad criminal’». «Bolsonaro autoriza dar a enfermos de covid-19 un fármaco sin aval científico». Menos mal que los acontecimientos del día, por orden cronológico, fueron que pude recuperar mi certificado digital y normalizar, gracias a mi compañero Jesús Ureña —ubicuo espíritu benefactor muy real—, el portafirmas que me permitirá cumplimentar desde casa las actas de los exámenes; esta casa en la que ayer —segundo gran acontecimiento— comí por primera vez con Pedro, aunque cada uno en un extremo de la mesa. Ganas de abrazar no faltan.
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