martes, noviembre 04, 2025

Sirat y el folio y medio

No hace mucho vi Sirat, la película de Oliver Laxe de la que se ha dicho que es impactante. Me impactó para bien. Para mal, la lectura de algunas opiniones sobre ella. Puedo entender que la observación final de una de las críticas que leí fuese «me pareció y me sigue pareciendo horrenda y cruel, y nunca más querría volver a verla», o incluso un juicio como «una tortura cinematográfica con los recursos más arteros»; pero ni comparto ni comprendo por injustos e irrazonables comentarios como: «Esto es lo que pasa cuando hombres vacíos intentan hacer cine, cultura en general, que queda un relato vacío», o que se trata de una película «sin sentido, vacía, sin dirección, sin mensaje, sin espiritualidad» con diálogos «ausentes, forzados […] con pretensiones de simbolismo que solo estropean la escena», a lo que se añadía una trama sin estructura e inverosímil. No puede ser que se diga eso del complejo artístico que supone toda película seria y honesta, como es, sin duda, Sirat, de este director cuya filmografía ha sido reconocida con premios reputados, como el del jurado de Cannes por esta obra. No pretendo destripar nada de una película que, más que otras, contiene un hecho sorprendente, un sobresalto; pero si alguien que no haya visto el filme no quiere seguir leyendo este comentario por si le induce a alguna revelación sería recomendable que lo dejase aquí. La negatividad y el carácter destructivo —y ofensivo— de algunos de los juicios que he podido leer sobre la película de Laxe me llevan a pensar en que quienes se expresan así lo hacen afectados por ese elemento de la historia que resulta sorprendente, inesperado, y que con su reacción están pidiendo al cine algo que no es. El cine no es solo una historia. Una sorprendente crueldad sin aparente justificación no puede ser utilizada como un argumento para acusar a una película de absurda, sin guion. Es lo posible, y a lo posible, por absurdo e innecesario que sea, no se le puede poner ese reparo. Siempre he defendido este reflejo de lo real absurdo e incómodo en el cine; frente a la lícita defensa de que uno no va al cine a pasarlo mal. (Así creo que rezaba una crónica que leí en El País sobre los ecos de la cinta tras su estreno). No es una película vacía, tiene argumento, los diálogos no estropean nada, y propone un mensaje que uno puede contextualizar en un marco apocalíptico en el que se sitúan unos personajes que proceden de otro medio —los europeos en la rave que se ubica en Marruecos y que se desplaza hacia el sur, hacia Mauritania—, desclasados o desnortados, tullidos, que finalmente compartirán con los autóctonos la huida o un camino distinto, que se abre hacia algún otro sitio, o ninguno. No pretendo hacer una reseña de la película, que me ha interesado mucho, está bien hecha y bien interpretada, desde Sergi López, destacado, hasta actrices desconocidas para mí como Jane Oukid o una espléndida Stefania Gadda; solo quiero manifestar la gran injusticia que es descalificar el trabajo de un director y de un amplio equipo de personas en folio y medio, que es esa medida en la que hace ya muchos años Muñoz Molina, hablando de crítica literaria, envasó la saña olímpica de un lector —o espectador— que despelleja y desdeña en ese espacio un esfuerzo de años.

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