Unión libre es un título idóneo para rubricar nuestro encuentro el pasado martes en La Coruña, desde donde escribo. Es el de la revista cultural —Cadernos de vida e cultura es su subtítulo y «libre unión de persoas e de ideas, de análise e de creación» parte de su ideal— que desde 1996 dirigen la escritora y profesora Carmen Blanco y Claudio Rodríguez Fer, su pareja, el poeta y profesor de Literatura Española de la Universidad de Santiago de Compostela (USC), a quien volví a ver aquí después de más de veinte años desde que nos encontramos los tres en Badajoz por culpa de Unión libre, es decir, por una de las revistas de poesía que participaron en los encuentros promovidos por Ángel Campos Pámpano que dieron lugar al periódico hispano-portugués Hablar/Falar de Poesia. Claudio Rodríguez Fer es el director de la Cátedra José Ángel Valente de Poesía e Estética, que cumplió veinte años en 2020 y editó un extraordinario álbum-catálogo que, gracias a él, me llevo como un tesoro lleno de imágenes y de información sobre la propia cátedra, sobre su archivo y biblioteca, sobre actos en homenaje y recuerdo, traducciones, reseñas, documentos de archivo, libros —muchos dedicados— presentaciones, exposiciones, etc., en torno a un poeta grande como José Ángel Valente, que fue investido doctor Honoris Causa por la USC en 1999 y que donó su archivo y biblioteca personales en 2000, dando así pie a la creación de la Cátedra, que tiene su sede en la Facultad de Filología de la USC. También es la editora de la serie «Punto Cero», inaugurada en 2009 con el volumen de los Ensayos sobre Valente de Juan Goytisolo y el de Jorge Machín Lucas José Ángel Valente y la intertextualidad mística postmoderna. Del presente agónico al presente eterno. Luego, en su nutrido catálogo están el coordinado por Andrés Sánchez Robayna, Presencia de José Ángel Valente (2010), o el de Biblioteca de José Ángel Valente, de Francisco Xavier Redondo Abal, editor (2016), entre otros, como el reciente —de 2021— de Valente epistolar (Correspondencia de José Ángel Valente con sus amistades), con introducción y edición de Claudio Rodríguez Fer, que recoge estudios sobre el epistolario con el escritor orensano de Cernuda (por Claudio R. Fer), de Ramón Xirau (por Dolors Perarnau), de Rafael Gutiérrez Girardot (por Manuel Fernández Rodríguez), de Vicente Risco (por Olga Novo), de Rafael Dieste y Carmen Muñoz (en un trabajo de Carmen Blanco, que se detiene algo en la figura de la esposa extremeña de Dieste, Carmen Muñoz Manzano (Malpartida de Plasencia, 1906-La Coruña, 2002), una de esas mujeres extraordinarias, vital e intelectualmente apasionantes, que me alegra tanto ver tratada en este volumen —en las más divulgadas semblanzas de Rafael Dieste ni siquiera se la menciona— como difundir la publicación reciente de la biografía de su paisano Emilio Oliva Fernández, Carmen Muñoz Manzano y su tiempo (1906-2002), publicada en 2021 por la Editora Regional de Extremadura). Vuelvo a Valente. Siguen los trabajos sobre las cartas de Antón Risco (por Armando Requeixo), de Camilo José Cela, a la luz de Papeles de Son Armadans (por Arantxa Fuentes Ríos), de Edmond Jabès (por María Lopo), de Emilio Adolfo Westphalen (por Juan Manuel do Río Surribas), de Juan Gelman (por Cristina Fiaño), de J. M. Cohen (por Adina Ioana Vladu), de algunos traductores alemanes y españoles y su interés por Paul Celan (en el trabajo de Rosa Marta Gómez Pato), de Enrique de Rivas y el interés de Valente por Montale (por Cristina Marchisio), y de José Bento, el gran traductor portugués (por Saturnino Valladares). El índice es notable y es un gran escaparate de lo que contiene en materiales epistolográficos el fondo de una Cátedra Valente que nunca he tenido tan cerca ni tan bien contada por quien la dirige y mantiene. Me llevo de La Coruña este gratísimo encuentro tras el que me siento más afín a un escritor y colega brillante, activo y amable, y otro militante cercano del empeño en la reivindicación de la memoria histórica. Y, además de libros, me llevo la satisfacción del motivo que nos reencontró a Claudio y a mí en esta ciudad: la defensa de una tesis doctoral sobre otra afinidad, un espléndido trabajo para obtener el título de doctora —que ya tiene cum laude— de Ariana García González sobre Olvido García Valdés. Poesía y poética. Ya habrá ocasión de recordarlo con merecimiento.
sábado, julio 30, 2022
viernes, julio 29, 2022
La Coruña, de libro
No es La Coruña más turística —que ya conocía en buena parte— y sí una ciudad recorrida de distinto modo por visitar librerías de ocasión y de vello, recomendadas por gente joven del lugar. Ir desde el número 97 hasta el 284 de la Ronda de Outeiro son unos treinta minutos a pie por una calle ancha y vibrante, poco vistosa y muy populosa, para llegar a un negocio singular, «El baúl de los recuerdos», en el que uno puede encontrar discos, revistas, cómics, muñecos de todo tipo —calabazas rupertas o superhéroes de plástico…—, llaveros, cromos, postales, etc., o, entre centenares de libros, un ejemplar impecable y mucho mejor del que ya tengo de Bartolomé José Gallardo y la crítica de su tiempo (Fundación Universitaria Española, 1986), de Pedro Sáinz Rodríguez, la primera edición española (1975) en Seix Barral de La arboleda perdida (1959) de Alberti, o el alarde del profesor Cedomil Goic de escribir en menos de cien páginas una Brevísima relación de la historia de la novela hispanoamericana desde el siglo XVI (el Claribalte de Gonzalo Fernández de Oviedo) hasta El jardín devastado (2008) de Jorge Volpi. Tras pagar once euros por todo, había que volver por la misma ronda hacia la otra punta también a pie según la previsión de ejercicio físico del día. Si comí en «La sartén» de Plaza de España fue por pasarme por la Rua San Roque para ver lo que había en «Fiandon Libros de Vello», porque una agradable Cristina, una de las propietarias de la librería «Berbiriana» —libros e grolos—, me la había recomendado, y porque no abrían hasta las cinco. De «Berbiriana», que está en la zona de la Marina, frente al restaurante «A Espiga» —muy recomendable—, me llevé los primeros artículos y entrevistas en El Adelanto de José-Miguel Ullán, Vivir a manos llenas. Periodismo de juventud (Libros de la Ballena, 2022), con prólogo de Juan Cruz y un apéndice de su paisano y compañero de estudios Antonio Grande Benito. Es interesante conocer a ese Ullán de entre dieciocho y veintidós años escribiendo sobre la poesía de García Nieto, entrevistando a Gerardo Diego o a Buero Vallejo, haciendo la crónica de una noche de circo callejero o apelando a sus lectores de 1964 contra la pena de muerte. De «Fiandon», un sitio peculiar con rincones para estar sin comprar y solo leer u hojear, me traje algunos vetustos contemporáneos, como la premiada novela de Haroldo Conti En vida (Barral Editores, 1971), entre otras valiosas menudencias pagadas todas con un billete de veinte euros con vuelta jugosa. Al caer la tarde, y en buena compañía, pude contemplar desde el otro lado, desde el castillo de Santa Cruz, la línea de una ciudad que por la mañana había recorrido con las mismas ganas del turista y sin apariencia de serlo. Once kilómetros. Desde Rua San Roque volví en taxi, pues ya había caminado bastante, según el listo de mi teléfono, que me recordó que el miércoles hice menos pasos, cuando él ni siquiera sabía que no lo llevaba encima durante un grato paseo por la playa de Riazor. Qué ciudad.
domingo, julio 24, 2022
Alondra
Vuelvo sobre esta colección de poesía que sigue saliendo de los talleres de Gráficas Almeida de la calle Alondra de Madrid y a la que estoy suscrito. Dos nuevos títulos, de Santiago Miralles, Lázaro, y de Alfonso Lucini, Nunca se sabe, son la quinta y la sexta entregas de esta serie que invita a mirar a los primeros pasos poéticos, o a un pasado más o menos lejano, a sus autores, y a su única autora, María Antonia Ortega, que, con La hebra larga. La luz es una ciega desnuda, nos dio la segunda entrega. Luis Bodelón (4), Lorenzo Martín del Burgo (3) e Ignacio Gómez de Liaño (1) completan la nómina. Precisamente este, Gómez de Liaño, es quien escribe unas páginas de presentación («Alfonso Lucini y el correr medido de las palabras») de Nunca se sabe, los sonetos «escritos a lo largo de los años y de los sitios donde el autor ha vivido (Pekín, Damasco, Nicosia, Canberra, Bruselas, Roma, Atenas, Jerusalén)», dice la nota de la cuarta de cubierta. El número de textos —sesenta y dos— del poeta diplomático, el extenso tramo temporal que recorren y la variedad de sus registros y asuntos se avienen bien al carácter rememorativo de la colección dirigida por José del Río Mons. Todavía más Lázaro, del también diplomático Santiago Miralles, más novelista que poeta, que nos confiesa que lo primero que escribió en su vida «con ínfulas literarias fue poesía», pues reúne bajo ese título poemas resucitados muy antiguos y que resisten sobradamente una lectura actual.
miércoles, julio 20, 2022
Todos los fuegos el fuego
Pero de verdad, y en el bosque. Es un profundo pesar en nada comparable con la tragedia y la desolación de quienes ven cómo el fuego arrasa con todo lo suyo. Está ocurriendo en muchos lugares; pero nos fijamos en lo más próximo, y no por la distancia, que también, sino por las veces que uno ha tenido la ocasión de pisar unos parajes que ahora muestran una agonizante negrura: Las Hurdes, Miravete o Jerte, en el orden cronológico de sus devastaciones. O la sierra de La Culebra en Zamora, por remontarme al mes pasado y a la crónica que he seguido cómodamente instalado este fin de semana y aislado a fuerza de refrigeración artificial de la que estaba cayendo, gracias a que Tomás Sánchez Santiago me envió hace dos días sus cuatro colaboraciones —firmadas con el escritor zamorano Benito Pascual en La Opinión. El Correo de Zamora— sobre ese otro desastre prolongado aún en localidades como Losacio, donde antier mismo conocimos la muerte de un bombero forestal y de un pastor, y de cuyas consecuencias he visto imágenes tremendas. Las crónicas merecen leerse como un ejemplo de lo que alguien puede aportar con su escritura para, si no mitigar nada, levantar la voz ante la debacle. Como le pasó el domingo a Javier Rodríguez Marcos, que vivió aquello —su madre y parte de su familia tuvieron que ser evacuadas de Las Mestas—, y que quiso recoger su crónica en las páginas de su medio, El País. La tituló desde Cáceres «Arde sobre quemado en Las Hurdes» y citaba en ella a otra persona cercana, un pariente, que también me favorece con su cercanía, David Matías, profesor, editor, filólogo y autor del «mejor libro sobre el peso simbólico de esos 500 kilómetros cuadrados en el imaginario político y cultural español», escribió Javier, casi al tiempo que todos podíamos ver en La 2 ese programa presentado por Juanjo Pardo —«80 centímetros»— que fomenta las rutas senderistas y que se ocupó de la que recorre buena parte de lo más representativo del espacio más genuinamente hurdano. El final de la ruta lo hizo con David Matías, que el lunes escribió esto en su muro de Facebook: «Hace algo menos de un mes, el equipo de '80 cm', el programa de senderismo de La 2, se acercó a Las Hurdes para rodar el último programa de la temporada y seguir los pasos de Alfonso XIII justo hace ahora un siglo. Esa misma ruta es la que siguió el fuego durante el último incendio, como si las llamas quisieran borrarlo todo, como si quisieran decirnos algo. Este es el último documento grabado de un entorno que hoy es ceniza. Un paseo (y un homenaje precioso) por el paisaje y la leyenda de una comarca mítica». Las autoridades se han acercado estos días a la zona, para sentir el olor de la plebe, como en el cuento de Cortázar al que he robado el título para esta nadería. Como antaño el rey Alfonso XIII se paseó por un lugar mítico hoy devastado, el actual Felipe VI se ha sumado —y nadie le ha dicho nada— al descojone nacional de la inauguración de un tren que seguirá por mucho tiempo llegando a la misma hora que ayer. El 25 de agosto de 2015 publiqué una nota sobre el incendio en Gata y alguien en los primeros días de septiembre puso este comentario: «Por si fuera interesante o de utilidad para ti o para los lectores de tu web, tengo publicado el blog http://plantararboles.blogspot.com. Un manual sencillo para que los amantes de la naturaleza podamos reforestar, casi sobre la marcha, sembrando las semillas que producen los árboles y arbustos autóctonos de nuestra propia región. Salud, José Luis Sáez Sáez». Esto es importante. Igual que escritores como Javier Rodríguez Marcos, Benito Pascual, Tomás Sánchez Santiago, o David Matías, que no pueden apagar los fuegos, sepan hacer muy bien lo que hacen y desempeñen un papel esencial en concienciarnos sobre un problema crucial. Casi diría que pueden, a su modo, apagar fuegos futuros con el afronte indirecto que traza una línea de defensa solo con las herramientas manuales propias de la escritura. Uno de ellos me ha dicho hace poco que nos estamos cargando este planeta, la casa en la que vivimos, y que algunos todavía se dedican a decorar sus paredes. Ay, sí, lo sé. Quizá tener conocimiento de todo este destrozo haga que nos sepa mejor la vida, aunque sea solo el sonido del agua. Todo es cuestión de tiempos, como en el cuento de Cortázar.
sábado, julio 16, 2022
Las cerezas de Tomás Sánchez Santiago
Tengo tantos apuntes sobre este libro, tantas sugerencias y notas, que me resulta extraño ponerme a escribir ahora sobre él, después de varios meses desde que me lo enviara su autor desde León en noviembre de 2021, con una dedicatoria en la que escribe que es un «canasto de cerezas de todas las clases: dulces, ácidas, de digestión difícil, etc…». Suculentas y hermosas me parecieron todas, como las mejores que por aquí probamos del Jerte, desde donde me las quitó de la boca Álvaro Valverde en su reseña tan precisa de El Cuaderno en febrero de este año, que enlazó en su blog. Las he seguido saboreando durante todo este tiempo como bocados gustosos de unas piezas perfectas, picándolas del canasto para un disfrute que ahora pongo por escrito. Reúne Cerezas en el escondite. Textos periodísticos 2011-2020 (León, Editores descabezados menoslobos & Eolas, 2021), los artículos que el poeta Tomás Sánchez Santiago (Zamora, 1957) fue publicando en el suplemento cultural de El Norte de Castilla, «La sombra del ciprés», desde febrero de 2011 hasta mayo de 2020, en diez años en los que la frecuencia de publicación —pues no había «orden constrictivo en los envíos» que le pidió Angélica Tanarro, jefa de la sección de cultura del períodico—, fue decreciente: desde las diez y once colaboraciones en los dos primeros años, las ocho en 2016, hasta las cuatro y tres en los dos últimos, coincidiendo ya con los meses de confinamiento por la pandemia, situación sugerida en textos tan especiales como «Objetos al acecho» o «Lo que habrían dicho ellos» (págs. 258-265). Estas recopilaciones de frutos de estación o de publicación efímera confieren a la experiencia actual de su lectura en formato de libro imperecedero —o casi— un valor muy particular, pues parecen fijarlos en el tiempo, convirtiendo lo caduco en perenne. Por eso ahora pienso en los lectores de El Norte de Castilla que leyeron con gusto estas prosas brillantes de Tomás y que ahora se deleitan con el canasto. Tomás Sánchez Santiago está dotado de un portentoso y preciso manejo del idioma y la lectura de cualquiera de estos textos es un embeleso, sobre todo, para los que somos conscientes de lo alto que ponen el nivel los buenos escritores a aquellos que nadamos todos los días sin descanso y sin saber, solo lo suficiente para cruzar de una a otra orilla, y no ahogarnos. Luego están los asuntos que salen del «manadero» de palabras de Tomás y que desaguan literariamente en la actualidad de una reseña de un libro, en las graduaciones escolares o universitarias como espectáculos para tontainas, en el elogio de las pequeñas tiendas de barrio —«tiendas de color canela como aquellas de los relatos de Bruno Schulz, pequeños colmados que yo suelo visitar solo por el gusto de estar cerca de quienes los regentan, héroes o heroínas que hacen casi toda la vida en esos locales investidos de una mezcla de olores indefinidos a pimentón, a plátano pasado, a mantas de bacalao expuestas como ropas tendidas y llenas de paciencia, a membrillo y a galletas húmedas que debían de dejar ese mismo olor en el rumor de las bodegas de los barcos de Stevenson o Conrad» (pág. 93)—, en el relato de un viaje en autobús, en una mediestación —sobre el estío, sobre septiembre…—, en la vivencia de la ancianidad de los nuestros en «Ella tiene miedo« (pág. 129), en el recuerdo de un amigo, o de muchos amigos, como en esa despedida que es el último texto ya citado, «Lo que habrían dicho ellos», en donde salen, por la mención a Chirbes, los ausentes cercanos a lo que importa: Aníbal Núñez, Ángel Campos Pámpano, José Manuel Diego, Javier Ángel Marigómez, Luis Javier Moreno y Tomás Salvador González. Tengo tantos apuntes sobre este libro que podría seleccionar un montón de entradas de un deseable diccionario del sentido común hecho con citas como: «el verdadero tejido cultural de una sociedad es poroso y profundo. No se produce en torno a gestos industriales de aliento publicitario. Más bien, es otro nivel de atención el que compete a pequeños sucesos rumorosos bien alejados de los principios comerciales de excesiva visibilidad» (pág. 70); «la vida pública tiene un alcance moral que va más allá de sus propios objetivos inmediatos» (pág. 113); «la saturación de fotografías personales implica en quien necesita verse retratado una y otra vez una especie de desorientación ontológica» (pág. 181); «el territorio de cualquier libro es la intemperie, y todas las operaciones preventivas (prólogos de probada autoridad, solapas inflamadas, fajas de citas estrepitosas) son ejercicios inútiles de protección, prótesis que tratan de ayudar a juzgar lo que viene detrás con razones que no conciernen a lo que siempre debe ser la escritura entregada: un salto mortal sin red cuyo destino es la incertidumbre» (pág. 192). Seguiría trascribiendo; pero no quiero ir contra mi costumbre y alargarme. Solo quiero añadir que también anoté en su día algo sobre el singular colofón de la colección «Narraciones de un náufrago» en la que se publica este libro de Tomás Sánchez Santiago, y que ocupa toda una página en un largo texto que recuerda el vigésimo aniversario de la publicación de Vida de Pi, del canadiense Yann Martel (Salamanca, 1963), para hablar sobre las leyes del mar y también del mundo editorial. Una muestra más del sentido común que se desparrama en Cerezas en el escondite. Llegar a ese escondite es fácil y será nutritivo.
lunes, julio 11, 2022
40 grados
Me cuesta mucho escribir. Las ideas no llegan con brillo al papel desde el bolígrafo o a la pantalla desde el teclado, y cuando llegan —algunas ideas tengo todavía—, el escollo insalvable es la gramática en general, un espacio que fue de acogida siempre, y ahora, cada vez más, un terreno cenagoso e inseguro. Ideas no me faltan. Sin ir más lejos, acabo de tener la de hidratarme bien, cubrirme la cabeza en la calle y evitar las horas de más calor. Tal y como abren los informativos en estos días, creo que a nadie se le había ocurrido antes. Es broma, y para muestra esta nota de otro julio de hace ocho años. Desesperado por mi dificultad para escribir, me refugio en la lectura, que siempre me salva. Es lo mejor que me pasó hace mucho, que alguien me enseñase a leer; y que yo aprendiese —aunque aún me cuesta comprender bien todo. También tengo otro modo de combatir esta anemia que me invalida; y es escribir lo ya escrito. Producir unas páginas que coincidan —palabra por palabra y línea por línea— con, por ejemplo, el cuento de Borges «Funes el memorioso»: «Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera». O escribir ese par de versos del soneto gongorino «y mientras triunfa con desdén lozano / del luciente cristal tu gentil cuello». Es un goce extraordinario crear algo así. Recomiendo vivamente una experiencia como esta. Pero me desespera esta otra incapacidad de expresarme, este otro mal que padezco que provoca que no fluyan desde mi mano al papel o desde mis manos a las teclas las palabras siempre fascinantes, que iluminan. Mi médico me ha prescrito que escriba lo que me pasa, y me ha dicho que me invento las cosas y que si llego a las quinientas palabras estaré curado. Tendrá razón; pero yo ni siquiera he llegado a eso. (—«Ja, ja —le digo—; qué fácil es poner aquí un paréntesis como recurso que sume más caracteres». Y me responde: «—Pon —dice— que estás leyendo la biografía de Silvina Ocampo que te regalé, la de Mariana Enríquez, La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo. Barcelona, Anagrama, 2018. Y no te preocupes»). Sí, ya tengo cuatrocientas cuarenta palabras; pero a ver quién es el guapo que redacta ahora las mil que me han pedido para una reseña inaplazable.
jueves, julio 07, 2022
Emojis en la novela española actual
Anoté en su día que en uno de los capítulos de las Memorias de María dels Àngels que se transcriben en Lectura fácil (Barcelona, Anagrama, 2018), la novela de Cristina Morales, se alude a los emoticones [sic], «los dibujitos del WhatsApp […] caritas sonrientes, deditos de OK, palmitas, caritas de sorpresa, besitos, gorritos de fiesta, etcétera» (pág. 226). Era un ejemplo de esos que me gusta recoger de la presencia de rasgos de modernidad o de actualidad o realia contemporáneos en algunos textos narrativos de ahora. Como en la novela de Vicente Luis Mora Fred Cabeza de Vaca (Ciudad de México-Madrid, Sexto Piso, 2017), en la que, en una de sus secciones, se reproducen los mensajes de teléfono que se envían dos personajes principales, algunos de los cuales se cierran con una carita sonriente 😊 o con dos corazones 💙💙. Debe de haber una enormidad de casos, sobre todo en las obras de autoras y de autores jóvenes; pero solo cito dos que anoté en el momento de su lectura, y no voy a dedicarme ahora a buscar más ejemplos; pues estoy seguro de que habrá muchos destacables, y algún inventario hecho. Lo que me ha llamado la atención de otras lecturas recientes es la coincidencia de este recurso en tres autores vinculados por circunstancias que nada tienen que ver con lo que quiero decir; pero que son ciertas. Pues los tres son de origen extremeño, los tres publican en el mismo sello editorial y los tres tienen más de sesenta años —uno de ellos cumplidos hace unas semanas. Y, además, los tres han escrito novelas que he leído con sobrado disfrute. En Una historia ridícula (Tusquets Editores, 2022), de Luis Landero, que nunca escribe en vano y que siempre demuestra, escriba lo que escriba, su necesidad, su pulsión y sus afanes, su autor cierra el corte 14 del relato o «exposición» de Marcial, su personaje, con una contestación de este, un hombre serio, a los comediantes o graciosillos, «en su propio y ridículo lenguaje: 😂😂 😝😝» (pág. 79). Un recurso de actualidad que me gustaría ver en el manuscrito. En la más reciente novela de Eugenio Fuentes, Perros mirando al cielo (Tusquets Editores, 2022), el personaje de Remo envía como colofón de un mensaje a su amada la siguiente rúbrica después de un «Te quiero»: 💙💙💙💙💙💙 (pág. 20). Otro recurso en una novela de las más ambiciosas que he leído de su autor entre las que se anuncian en la editorial como serie del detective Cupido. La guinda, por último, la pone Javier Cercas en la tercera de las novelas de la serie de Terra Alta, El castillo de Barbazul (Tusquets Editores, 2022), en la que vuelve a dar cuenta —nunca lo dejó del todo— de lo que sus personajes comen —crema de verduras y lenguado con salsa de almendras, por poner un ejemplo (pág. 32), o la «ensalada de tomate y anchoas y unos espaguetis» (pág. 294) por poner otro ejemplo. Pero el caso viene aquí cuando tiene que aludir a los mensajes que Melchor Marín envía a Rosa, a Blai, al que Melchor recibe de Carrasco o al que manda Melchor a su hija Cosette… Los espigo en su orden: «un emoticono que muestra una cara amarilla y redonda como una luna llena, con dos corazones colorados en lugar de ojos» (pág. 78); «al que responde con un emoticono que muestra un puño amarillo con el pulgar levantado» (págs. 207-208); «es un emoticono que muestra una mano amarilla con dos dedos levantados en signo de victoria» (pág. 247); «un emoticono que mostraba un puño amarillo con el pulgar levantado» (pág. 283). Lo que en los otros dos escritores paisanos no va más allá de una ocurrente solución sin más trascendencia, en Cercas es algo que tiene más que ver con unas convicciones muy asumidas sobre la representación literaria de lo real, en un rasgo más de su razón narrativa, cada día más contundente. Solo quería decir esto sobre tres novelas de hoy.
miércoles, julio 06, 2022
Recuerdo
Recuerdo a mi madre cuando rasgaba con mucha destreza las sábanas antiguas para hacer trapos. Yo admiraba sorprendido su manera de romper la ropa, un bien sobre el que ella misma nos inculcó que debíamos cuidar. Aquella responsabilidad duraba hasta que tenía que cosernos unos parches de hule como coderas o rodilleras que prolongaban la vida de la prenda. Me acuerdo de aquel gesto cuando hago acopio para casa de paños de limpieza con sábanas viejas; pero hoy me ha venido su imagen antigua al rasgar en horizontal la página del periódico con una destreza igual a aquella que está en mi memoria tan neta como recto era el corte de mi madre en la tela. No tiene ninguna importancia. Solo quería añadir un comentario a mi alusión del final de mi Carta de Yuste a Patxo Unzueta; al que ha dedicado, precisamente, Javier Rodríguez Marcos su «Tipo de letra» de hoy en El País. He guardado el recorte rasgado con atávica pericia en el mismo sitio en el que puse el otro día la necrología del bilbaíno, en un libro de Fina García-Marruz, que nació el mismo año que mi madre, y con la que compartió su modo de hacer lo importante. Escribir, rasgar las telas, querer a los suyos.
viernes, julio 01, 2022
Carta de Yuste
© Fundación Academia Europea e Iberoamericana de Yuste
¿Carta de Yuste? ¿Para qué? ¿Para hablar de lo mucho que he disfrutado y aprendido en una reunión con estudiantes de muchas personas sabias en torno a la figura de José Saramago? No. Es mejor no prodigarse demasiado en público sobre las satisfacciones. A no ser que sea para escribir sobre lo que uno lee y que pueda agradar a alguien; sobre todo, a quien ha escrito algo para gusto y provecho de este que escribe. Y de los que se sumen. Por ejemplo, escribir sobre los últimos libros recibidos. Hace días, De traslación, de Pureza Canelo (Pre-Textos, 2022), o, en la misma editorial, ayer mismo, Arqueologías, de Ada Salas. Espero tener tiempo para hacerlo. Qué cosas. Lejos de mi quiosquero durante tres días, me entregó ayer mis cuatro ejemplares desde el lunes, contra la costumbre de compensarme por no recogerlos o de comprarlos en cualquier otro lugar. Sigue siendo un rito la lectura de la prensa en papel. Pero ayer fue desmesura llegar a casa con ciento noventa y dos páginas de papel prensa —cuarenta y ocho por día— para tener un buen rato de dejà vu prolongado en el que uno solo se detuvo en lo de siempre, en los artículos de opinión, en las crónicas de interés particular y en las necrologías. Nada en una actualidad caducada y sí mucho en las muertes, por ejemplo, de Fina García-Marruz, a quien saludé hace muchos años en la Residencia de Estudiantes de Madrid junto a su marido Cintio Vitier. Y en la pérdida de Patxo Unzueta, un «periodista sabio y silencioso», lo llamó Jesús Ceberio este martes, y Santiago Segurola el miércoles evocó su aparición en las páginas de deportes con el título «El magisterio desde el córner». Me he traído a Madrid los dos recortes de los ciento noventa y dos que me dio ayer P. en el quiosco y los tengo delante mientras escribo estas líneas que quieren decir también que fue mi querido Javier Rodríguez Marcos quien, antes de pasar a cenar el lunes pasado, me dijo: «Ha muerto Patxo Unzueta». Sabía Javier que se lo decía a un condescendiente en un lugar adecuado. En la Vera. ¿Carta de Yuste? No lo creo.