Hoy he pensado todo el día en mi madre. Habría cumplido noventa y nueve años. Durante unos segundos he descartado escribir esto y esperar a la cifra redonda de los 100 el próximo 2023. Pero el otro día me caí por la escalera y no me pasó nada —unos moratones que aparecieron días después en el interior del brazo izquierdo y en el hemisferio del mismo lado del culo—, y llevo unos días con esa cosa tan enigmática de la contingencia y del azar, y de que mañana se acaba el juego, como en el cuento de Cortázar, en el que a uno le viene un no sé qué. Así, sin nada. También me he imaginado que ha llegado bien temprano esta mañana a casa un tipo que quería venderme un seguro de vida. Al irse de vacío, me he quedado con el comecome de que mañana la rueda deje de girar y no pueda contarlo. Así se me ha pasado buena parte del día, disfrutando del paseo, de la lectura —hoy he leído la novela corta Alonso Golfín (1894), de Publio Hurtado—, de la sonrisa con la que me ha regalado una simpática mujer —valga el pleonasmo— en la calle, y del café de funcionario un lunes de vuelta al trabajo, es decir, más concurrido que de costumbre en estos días de agosto.
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