Fue en el curso 96-97. Programé en clase la lectura de Poeta en Nueva York, del libro de los primeros exilios de Luis Cernuda, Las nubes, y en estricto orden cronológico, de Espacio de Juan Ramón Jiménez, del Libro de las alucinaciones de José Hierro y de Sepulcro en Tarquinia, de Antonio Colinas, donde cerramos el recorrido por una parte de la poesía contemporánea en uno de aquellos cursos monográficos variables que se daban en los planes de antaño que ya ensayaban asignaturas cuatrimestrales. Continué con ella dos cursos más, hasta 1999. El libro de Hierro lo leímos por la edición de Dionisio Cañas (Ediciones Cátedra. Letras Hispánicas, 243, 1986). Hoy, que se cumplen los cien años del nacimiento del poeta, recuerdo aquellas clases con mucho gusto, y cómo el crítico y poeta de Tomelloso, en su introducción, al comentar el concepto de alucinación —luego estaba el de reportaje— en el autor de Cuanto sé de mí (1957) nos vino de perlas para enlazar la lectura que íbamos a hacer con la del último Juan Ramón Jiménez que ya habíamos hecho. Cañas decía que, junto con Antonio Machado, uno de los autores que más influyeron en la formulación de la teoría y la práctica de la alucinación de José Hierro fue el Juan Ramón Jiménez de Espacio, y aludía a que desde mucho antes de que Octavio Paz lo pusiera de moda en España ya Hierro elogiaba ese poema con fervor. Aquel curso 96-97 ocurrió algo muy especial para un profesor de literatura española como yo, ocupado en comentar en clase obras contemporáneas. José Hierro vino a Cáceres, para participar en las lecturas del Aula Literaria José María Valverde. Fue en noviembre de 1996; y tuve la oportunidad de contarle que tenía que hablar del Libro de las alucinaciones en el segundo cuatrimestre; y se alegró al tiempo que me sugirió que programase igualmente su libro Agenda (1991), que tanto apreciaba. La vitalidad, la energía, el humor y la lucidez del poeta llenaron todos los momentos de su estadía cacereña. Leyó en público su espléndido poema «Lope. La noche. Marta», bromeó en privado con la preparación de su «cóctel del 27», que ya era el «cóctel de Hierro», y nos dijo que José Luis Hidalgo, su amigo, el autor de Los muertos, era un chistoso. Fueron horas escasas pero intensas con uno de los grandes poetas españoles de la segunda mitad del siglo XX. Hace casi seis años, aquí en Cáceres, Dionisio Cañas me regaló de palabra una iluminadora nota al pie de la dedicatoria de Cuaderno de Nueva York (1998): «A José Olivio Jiménez porque en su casa fraterna —West Side, 90 Street— cercana al Hudson se me apareció mágicamente la ciudad de New York». Me dio la clave de las circunstancias de escritura de aquel libro tan vendido de Hierro, clave que me he guardado. Hasta que hoy en La Lectura, el suplemento cultural de El Mundo —mi quiosquero siempre me lo vende dos días después de su salida—, he leído el artículo de Manuel Llorente «El secreto neoyorquino de Hierro», que precisa, con imágenes también, aquella clave, y que anuncia, algo sensacionalista, que el propio Dionisio Cañas hará público este «secreto» el próximo 27 de abril «en un debate en Espacio Mercado de Getafe». En «Elementos para un poema», de Agenda, escribe José Hierro algo que merece reproducirse este domingo en su recuerdo, a los cien años de su nacimiento: «La poesía es dar nombre a las cosas: el nombre nuevo por el que serán, en adelante, conocidas. Es descubrir el nombre verdadero, tapado por los nombres falsos que ostentaban». Una nueva manera de nombrar las cosas que ya estaba en su primer libro de poemas, Tierra sin nosotros (1947).
No hay comentarios:
Publicar un comentario