Es un relato impactante. Es un golpe en la garganta que te deja sin habla y repercute como un mazazo en la mano que intenta anotar la experiencia, si acaso por compartirla, con una dificultad parecida a la de la narradora que sufre la diferencia entre lo que se le ocurre y «la palabra hablada» (págs. 62, 65, 77…). Es, por eso, un texto que incorpora su propio proceso de creación a su discurso. A los argumentos y circunstancias de su personaje, diría; pues a medida que ella va aprendiendo a escribir —Yuna, una discapacitada de diecinueve años, que se hace talentosa pintora—, el lector va avanzando en su lectura. Lo impactante es siempre la forma, esa manera de fijar en el lenguaje y en la estructura artística la base de todo, el énfasis de la literatura que es la sutileza verbal. No tanto el maltrato, la miseria, el asco, la prostitución, el asesinato, los hombres babosos y pederastas, el vómito, el sexo brutal, la mentira social, la perversión…, que serían unos cuantos puntos —unos cuantos solo—, insignificantes puntos que el lector encontrará en este relato sobrecogedor. Una «tragicomedia inmunda» (pág. 209) que me recomendó no hace mucho mi cuñada E., buena lectora, con cuyos libros de juventud, muchos en francés, convivo cuando me quedo en su casa. Su recomendación fue esta novela: Las primas (Tusquets Editores, 2021), de Aurora Venturini (La Plata, 1921-Buenos Aires, 2015), que me ha absorbido. No es, sin embargo, ninguna novedad, pues, editada en Argentina en 2007 por Página/12 y luego por Mondadori, se publicó en España por Caballo de Troya en 2009. Había sido reconocida allí con el Premio Página/12, «que la convirtió, después de cuarenta libros y seis décadas de anonimato, en la voz más singular de la literatura argentina de los últimos tiempos», escribió Leila Guerriero en una larga entrevista en Gatopardo tan fascinante como la novela de Venturini, que te vuela la cabeza, como dicen por allá. Las primas está llena de hallazgos en el modo de la narración. Uno no ha terminado de sorprenderse por la concisión de una relación sintética de casi toda la obra en treinta y siete palabras (págs. 178-179), cuando se topa con la eficacia del microrrelato de una muerte importante en treinta (pág. 180). O cae en la trampa de creer en la futura vida novelesca de un personaje que sale en la primera página —Rubén Fiorlandi, el hijo del almacenero— y que no volverá a aparecer. Una excepcional novela de una autora genialmente excéntrica, con la que, como con la narradora Yuna, el lector simpatiza por impacto.
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