Pasada la media noche, recibí un mensaje de Pedro Álvarez de Miranda con la noticia de la muerte ayer de Manuel Seco y el texto de su necrología en El País, que esta mañana he podido leer en la edición en papel del periódico. Mi pésame ha sido, obviamente, para Pedro, que fue su discípulo y la persona con la que más he conversado sobre la figura de don Manuel y sus obras. Hoy también he leído en El País declaraciones de Muñoz Machado, el director de la RAE, a propósito de la presentación de las novedades del Diccionario de la Lengua Española (DLE) por la Asociación de Academias de la Lengua Española, sobre la posibilidad de publicar una edición en papel del DLE: «Un diccionario es un libro que ha pasado a la historia, las editoriales notan que [los diccionarios] no tienen atractivo, y todos preferimos el manejo de la versión electrónica» (pág. 28). Vale. Pero yo confieso que en muchas ocasiones sigue apeteciéndome levantarme del escritorio y acercarme al lugar que ocupan mis diccionarios —«notarios del uso» los llamó Pedro Álvarez de Miranda— para consultar un pesado volumen de finas y densísimas hojas en pos de una palabra. Es un acto, si no premeditado, muy consciente de estar poniendo la vista sobre la obra de una vida, de sentir en los dedos al pasar las páginas el tesón y la sabiduría de alguien que se ha dedicado a la noble tarea de hacer un diccionario. Suele citarse el caso de María Moliner; pero yo lo siento igualmente con Manuel Seco y su Diccionario del Español Actual (DEA), que es también de Olimpia Andrés y Gabino Ramos, y que es —escribe Álvarez de Miranda en su necrología— «el más importante e innovador diccionario de español que ha visto la luz desde los tiempos del Diccionario de Autoridades», es decir, desde 1726-1739. No conocí a don Manuel Seco, y quizá hayan sido solo dos o tres las ocasiones en las que pude verlo, creo que siempre en la Academia; pero tengo el gusto de ser amigo de ese discípulo suyo que ahora debe de redoblar la emoción que para él supuso que su discurso de recepción pública en la RAE fuese contestado por nada más y nada menos que don Manuel Seco Reymundo, el profesor, el lexicógrafo, el gramático y el académico al que recuerdo en estas líneas con motivo de su muerte. Ay, el profesor de Enseñanza Media en institutos —sic— que utilicé como ejemplo hace unos años en unas clases de orientación metodológica desde donde recorrí propuestas sobre la enseñanza de la literatura hasta llegar a las del siglo XXI. Manifesté a mis alumnos mi inclinación por las modernas y razonables propuestas de un señor llamado Manuel Seco en esta obra: Metodología de la lengua y literatura española en el Bachillerato, Madrid, Dirección General de Enseñanza Media (Ministerio de Educación y Ciencia. Guías Didácticas), 1966. Es decir unas modernas propuestas que tienen ya más de medio siglo de antigüedad, y en las que puede leerse algo como esto: «El único procedimiento para enseñar a leer es la explicación de textos. En ella el profesor hace que los alumnos reparen en el detalle, en el sentido que se había escapado a su mirada superficial; desarrolla el espíritu de observación y al mismo tiempo el gusto, al desplegar ante sus ojos una serie de atractivos que antes no hubieran visto. Pero la explicación de textos no tiene por único objeto enseñar a leer. En realidad, toda la enseñanza de la lengua y literatura está incluida dentro del comentario de textos. El método activo, cuyo principio es la necesidad de que el alumno se forme a sí mismo, supone que el educando debe encontrar por sus propios medios, aunque guiado por el profesor, lo que tiene que aprender. El método activo quiere 'potenciar' al alumno. Y en el conocimiento de la lengua y la literatura, esto sólo se consigue mediante el trato directo con las realidades lingüísticas y literarias: los textos. Toda la enseñanza de lengua y literatura debe girar en torno a un texto: vocabulario, gramática, historia literaria...». Te acompaño en el sentimiento, Pedro.
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