Meses antes de viajar hasta aquí ya me dijeron que les gustaría visitarme. Así que la idea de recibir a alguien de mi entorno de allí y de acullá me pareció que podría ser una experiencia nunca vivida. No sé si se puede ser anfitrión de un lugar que aún no se conoce. Supongo que un poquito sobre lo poco conocido, que es lo que procuré hacer desde que llegaron Eva y mi hermano Josemari, de allí, y una amiga, Marta, de acullá, cuando me esperaban fuera de la estación de trenes y les invité a volver a pasar dentro para salir desde los andenes y coger a cien metros uno de esos atractivos para los visitantes —que no se me molesten los peruginos— que tiene esta ciudad fantástica: su Minimetrò. Y es que yo no tengo la culpa de que la primera experiencia del viajero que llega por tren a Perugia sea esta monada de medio de transporte que a mí me parece un juguetito que alguien a las siete de la mañana pone en marcha para que todos nos subamos y nos bajemos de unos monísimos vagoncitos sin conductor que circulan por túneles en cuesta o por raíles sobre puentes en curva a la altura de viviendas a las que se les ven las entrañas. Uno de estos días por la mañana temprano vi a un señor haciendo su cama y la otra tarde, ya anochecido, a un abuelo jugando a las cartas. A falta de más experiencia como anfitrión, uno intentó al día siguiente repetir el camino que lleva a unas escaleras mecánicas que bajan hasta el espectacular lugar que es la Rocca Paolina desde Piazza Italia, como me guio Luigi la primera mañana de paseo por esta ciudad fascinante. Grata experiencia es volver a lugares y rincones en los que uno ya ha estado con disfrute; pero también y mucho es descubrir nuevos sitios en nueva compañía. Como ocurrió el viernes con la visita a la Perugia sotterranea bajo la Catedral de San Lorenzo, cuando contemplamos los muros etruscos, una pulida calzada romana con los surcos de las ruedas de hierro de los carros que la recorrieron antaño, y nos propusieron adivinar sobre qué cimientos se muestra hoy una ciudad llena de una vida que se desparrama por todos los lados, y siempre hacia abajo, del centro histórico que uno más conoce. Otra experiencia vivida con mi gente fue ayer la visita a Asís (Assisi), el primer lugar a la falda de una colina que vi a lo lejos iluminado cuando llegué a Perugia de noche y que por fortuna contemplo todos los días cuando dejo que invada el sol de la mañana la casa que habito. Es tanta la luz a primera hora que hago sombra para saber si el fuego del hornillo está encendido y confirmar el color del desayuno. Llegamos a Assisi en tren y luego fue todo subir, primero hasta la fastuosa Abadía de San Francisco, la «massa ciclopica», y más tarde hasta el centro de uno de los pueblos más bonitos que he visto en mi estancia en Umbria. Turismo de peregrinación muy marcado por eso; pero un lugar de una belleza excepcional, que, como dicen las guías, debe de infundir al visitante un sentimiento de mística serenidad cuando no está lleno de turistas como nosotros.
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