La tarde del sábado pasado me acordé mucho de aquella entrada aquí, de hace más de doce años ya, imprevisible, sobre la situación de mi amiga María José Flores. No podía imaginar en aquel momento, ni cuando recogí otras impresiones a los pocos días del terremoto de L’Aquila de 2009 o cuando se había cumplido más de un año desde aquel trágico seis de abril, que iba a poder visitar la ciudad y sus alrededores, con ella y con su marido Gianluca Nardis, y comprobar la cantidad de huellas que aún quedan de aquello. Fue este sábado pasado. Salí temprano en coche por la carretera que lleva a Terni y luego a Rieti, y, si uno no se pierde —como me pasó a mí—, llega en poco más de dos horas y media a la capital de L’Abruzzo, cuyos paisajes solo intuí porque conducía; aunque ya allí pude disfrutar de la vista a lo lejos de una parte, por lo nuboso del fin de semana, del Gran Sasso, un macizo de casi tres mil metros. M. y G. viven ahora a unos dieciséis kilómetros de L’Aquila, en uno de los pequeños núcleos —Tussillo— que depende de un municipio como Villa Sant’Angelo. Por allí comimos muy bien y fuimos luego a L’Aquila, a los sitios más destacados, como la impresionante Basilica di Collemaggio o la fuente de los Novantanove Cannelle, la iglesia de San Bernardino, la de San Silvestro o la que está en Piazza Duomo, Le Anime Sante, donde el memorial de las trescientas nueve víctimas fallecidas en el terremoto, y que ha sido reconstruida. No así tantos rincones de la ciudad por la que paseamos, ya de noche, hasta la calle en la que vivió María José cuando ocurrió aquello y que está a oscuras y casi igual que hace doce años; ni así un inmenso edificio cuyas paredes vimos, al cruzar una esquina, que estaban siendo abatidas por una enorme excavadora encaramada quién sabe cómo sobre un montón de escombros, mientras una manguera lanzaba un chorro potente de agua para mitigar el polvo en una zona rodeada de viviendas habitadas. Ver cómo la gente se echa a las calles de una ciudad, ahora, en estos tiempos de pandemia, me sigue pareciendo notable; pero en un lugar que vivió hace doce años una tragedia tan grande, me pareció sobrecogedor. Dormí como un bendito en una casa preciosa, la base restaurada de lo que en su día tuvo que ser la desolación; y hablamos de fútbol —aquí he comprobado que es un asunto que ocupa a los más cultos— y de Primo Levi, y de otros autores que no son muy conocidos en España, rodeados de libros, libros y música, mucha música, primorosamente organizada en cofanetti de lujo, en álbumes o cajas que contienen decenas de discos de los conciertos de grandes directores. G. me puso la Pastoral de Beethoven, una de sus puertas de entrada a la afición que se aprecia en su casa, y me invitó a una copita de genziana, un particular licor hecho por su madre. Y lo que iba a ser rellenar una mañana de domingo antes de la comida y de mi vuelta a Perugia, se convirtió en una de las excursiones —sin alejarse casi nada— más impactantes de mis días aquí. Solo mencionaré la visita a Bominaco, un pueblito en el que hay una iglesita, una abadía benedictina y un castillo del siglo XIII que volvió a ponerme a prueba de mis males de altura. No me podía creer que, después de dar una moneda de dos euros a una señora para que la introdujese en un cajetín, pudiésemos contemplar todo lo que se iluminó desde lo oscuro, una de las más recoletas y bellas naves decoradas con frescos sobre la Historia Sagrada, un oratorio dedicado a San Pellegrino al que no se podía hacer fotografías más que para uso personal, que es lo que yo hago. A la vuelta, más tráfico, de domingo, y más parones y desvíos por obras. Pero, sin prisas y con tanto hecho, volver es como otro grato viaje de ida.
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