Unas seis horas antes de la presentación del jueves, Luigi Giuliani y yo hicimos la mejor preparación no premeditada que se puede hacer antes de acudir a un acto literario en Roma sobre el primer libro del exilio italiano de Rafael Alberti, sobre el conjunto de poemas que surgió de su residencia en la Ciudad Eterna desde noviembre de 1963, primero en Via Monserrato 20, y luego, desde mayo de 1966, en Via Garibaldi 88. Los Alberti cruzaron el Tíber, como nosotros el jueves estuvimos en las dos orillas mientras buscábamos aparcamiento. Como Luigi dejó el coche con mucha suerte cerca de Via Giulia, lo primero que hicimos fue ir a la primera casa que habitaron María Teresa León y Rafael Alberti, a la que hice una foto, igual que, al principio de la calle, a la inscripción del siglo XVIII empotrada en el muro con la ordenanza de que estaba prohibido tirar basura, que es la que está aludida en el título del poema séptimo de los X Sonetos: «Si proibisce di buttare immondezze» (ed. cit., pág. 77). Ese poema lo leyó Luigi para cerrar la tarde de la presentación en el Instituto Cervantes. También leyó otro conmigo por la mañana, «Il Mascherone», delante de la fuente que hay al lado del Palazzo Farnese, y saqué una foto que podría servir de complemento gráfico a las notas de su edición, alguna de las que escuché de su boca en el paseo por la orilla del Tíber mirando sus árboles: «Los castaños de las márgenes del Tíber no son tales, sino plátanos» (pág. 124). Qué mejor callejeo por el centro histórico de Roma que junto a un romano cuyo penúltimo trabajo de investigación ha sido esta edición de Roma, peligro para caminantes; penúltimo, pues anuncia un libro con más desarrollo y más datos: Filigranas romanas. En el taller de Alberti. Comimos en el ghetto. Sí, probé las exquisitas alcachofas: «La vita è troppo breve per sbagliare carciofo alla giudia». En Nonna Betta —kosher style—, en el corazón del escenario de un episodio tremendo que hacía pocos días había leído escrito por Alberto Angela en La Repubblica, el sábado 16 de octubre en que se cumplían setenta y ocho años de la deportación de más de mil judíos de ese barrio romano. Me lo contó muy bien Luigi mientras recorríamos esas calles, las escenas sobrecogedoras de quienes intentaban evitar que se llevasen a los niños, fingiendo que eran sus madres y padres; y mirábamos al suelo para leer los nombres de los deportados aquella madrugada en las plaquitas doradas que hoy están ahí como recuerdo de la atrocidad. Vi mucho seis horas antes de la presentación del jueves, como privilegiado acompañante de tan ilustre guía, que me llevó a tomar el mejor café de Roma en Sant’Eustachio, muy cerca del Panteón. Sentados allí, Luigi me dijo que estaba cansado; pero bien, que si cerraba los ojos que no me molestase, que él se queda dormido con facilidad en cualquier sitio. Entonces, yo aproveché el momento para decirle: «—Anda, escúchame, mira… ¿Hoy qué pasó, colega? ¿Viste? Mucho. No hemos parado en todo el día. Bueno, sí, al principio, cuando te dije «¡Vamos, arre, Luigi!», que ahí hay un hueco para dejar el coche, nuestra carrozzella blanca». Él volvió y me dijo algo así como el que tiene un primo en Alcalá. Nota bene: la clave de esta broma está en uno de los poemas escritos por Alberti y oportunamente anotados por mi cicerone y conductor en su edición: «Los dos amigos (Poema escénico)» (ed. cit., págs. 143-145). Y lo del primo de Alcalá da para otras risas cuando sea.
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