Las calles de Perugia son sorprendentes. Seré uno más de los que han comparado su orografía urbana con las inquietantes carceri de Piranesi —que el jueves mostré en clase por la alusión que Alejo Carpentier hace en el prólogo a El reino de este mundo (1949), puerta de entrada a mi programita sobre una historia mínima de la novela latinoamericana del siglo XX— o con los imaginarios de Escher y su interpretación de unas estructuras espaciales que no resultan tan imposibles callejeando por esta ciudad en la que varias veces uno tiene que pararse delante de un rótulo que dice «Strada senza uscita», y aun así sentir el impulso de adentrarse hasta qué final sin salida y con un rincón peculiar, extraordinario. Aquí hay más niveles que en unos grandes almacenes, con la particularidad de que las escaleras mecánicas de numerosos tramos que te suben o te bajan de un sitio a otro forman parte del espacio público, como una acera —que, por cierto, brillan por su estrechez o ausencia— en otras ciudades. Hay mucha cuesta, y no como en lugares que conozco; más, muchas más, y con un firme irregular que se ha convertido en un hermano mayor que me advierte cada vez que salgo que tengo que andar con pies de plomo, no vaya a ser que tengamos un disgusto y dé con todo mi entusiasmo en el más ruin de los suelos. Aquí un plano es intraducible y la distancia de un punto a otro es un sentido figurado, pues lo que parece próximo o al lado está allá arriba; al lado, pero muy arriba. Trazado irregular y muy atractivo, recodos, esquinas, miradores, la coexistencia de la piedra etrusca con un verde que aún no ha tomado la intensidad propia del otoño de esta zona, como me dice Luigi Giuliani, a quien debo estar en Perugia, en su Universidad, dando clases durante mes y pico. Por cierto, hoy he leído en un libro una dedicatoria que sigue conmoviéndome: «A mis estudiantes».
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