Hay meses que comienzan ya empezados, como in medias res, y te percatas de ello cuando ocurre algo crucial un lunes cinco de abril, pongamos por caso, sin reparar en que el año en curso había estrenado un nuevo mes hacía ya unos días. Sin embargo, agosto siempre empieza en su momento, es decir, por el principio, como las cosas que prometen; como cuando antiguamente poníamos en el carro de la máquina de escribir el primer folio de un trabajo de clase para teclear el título: «Baza de espadas, de Valle-Inclán». Ocurre también con enero, con el primer día del año, que conlleva los mismos tópicos de los ciclos. Ayer anoté parte de esto para dar importancia al día de hoy. Un día cualquiera, si no fuese por eso. Y no es la primera vez. Tan sencillo como, antes de pensar en vacaciones, tener la voluntad de comenzar con buen pie un tramo más. Ocupar el pensamiento en un ser que admiras y que quieres, y afanarse en llevar ese pensamiento a la palabra escrita es una de las actividades más gratificantes que uno puede tener en los términos estrictos de la experiencia de un primer día de cualquier agosto. Fluye de manera muy distinta la escritura cuando se ocupa en el encomio y no en el desprecio. Es solo una impresión personal. Puede ser la escritura de unas líneas cabales y amables sobre un libro brillante o la reflexión por escrito sobre los valores que te fascinan de una persona cercana y querida a la que darás una satisfacción. Merece la pena. Hoy, primer día de agosto, de una lectura a otra, he llegado a aquella alegoría del buen y del mal gobierno que pintó Ambrogio Lorenzetti en las paredes del Palazzo Pubblico de Siena, y que no recuerdo haber visto cuando estuvimos en aquella ciudad por pocas horas y llena de gente. Fue en 2008, y una anotación aislada en aquel cuaderno, después de aquel viaje, me inquieta: «Hoy es el primer día de agosto».
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