Hay acontecimientos especialmente singulares que uno llega a ver porque tiene un mínimo interés por ciertas expresiones artísticas. Ocurrió el recién pasado sábado 10 de julio en el Museo Vostell de Malpartida de Cáceres y tuvo todos los caracteres de lo insólito y único. Estuve con un grupo de amigas y amigos en el que estaba Ada Salas, la autora de Descendimiento (Pre-Textos, 2018), el imponente libro de poemas cuyo punto de partida es el cuadro de Rogier van der Weyden (Museo del Prado de Madrid), y que sugirió tanto a alguien, el director y dramaturgo Carlos Marquerie, como para realizar un montaje teatral sobre los versos de Ada. Se estrenó el pasado 8 de abril de este año y estuvo hasta el 25 de ese mes en Madrid, en el Teatro de la Abadía, bajo la dirección artística y con la dramaturgia de Marquerie, y la música de Niño de Elche. Por las restricciones, me lo perdí; pero Ada y otros amigos me dijeron que resultó una experiencia fascinante. A causa de eso, sobre todo, estuvimos en Los Barruecos el sábado 10, porque ya había un vínculo entre la escritora, que compartió con su círculo la noticia, y Niño de Elche, el más notorio de los intervinientes en el acto que cerraba el programa de Cáceres Abierto de esta extraña edición. En la cerca del Museo Vostell que se conoce como la de los «Toros de Guisando» se montó todo. Doscientas sillas a ambos lados de la instalación, numeradas todas y con identificación de los asistentes, a debida distancia, y, entre los toros, los equipos de sonido e instrumentos manejados por Emilio Pascual, sonidista y artista, y el compositor Miguel Álvarez-Fernández, asistiendo a un Niño de Elche que llevó la voz, el movimiento y la parte esencial o más visible de lo que llamaron activación sonora, que yo renombro como acción sonora. O, más bien, reactivación o reacción sonora, puesto que de lo que se trató fue de recrear o interpretar una acción previa, ya asentada en la tradición del arte contemporáneo del siglo XX. Propusieron una lectura de algunas de las piezas de la colección de Vostell en el museo o de algunas de sus acciones sobre música, con unos complementos acordes con el marco, como el crotorar de las cigüeñas. Yo sé qué significa la palabra ultrasonido y que no sería muy apropiada en el contexto de un espectáculo acústico como el del otro día; pero no se me ocurre una más acorde para expresar su propuesta de radicalidad, de rudeza, de sonido sucio y estridente como lectura de unas piezas o instalaciones que forman parte del ámbito fluxus y de la personalidad artística de Vostell. Así, las dos hormigoneras que comenzaron a girar flanqueando al cantante flamenco —en ese momento sí—, como si fuese un coloso, un Hércules entre columnas; o el contraste entre la canción Gracias a la vida, de Violeta Parra, y la destruacción de un coche con la guitarra eléctrica que también sucumbe en la reproduacción sonora. En estos espectáculos que resultan irrepetibles, yo me fijo mucho en mi reloj, que no suele coincidir con el de un intérprete tan alternativo, y que está aplicando pautas temporales de lo convencional hasta resultar cansino. Lo radical se aprecia en dos minutos; por eso, prolongarlo hasta los veinte sin cambios sustanciales no cae bien. Creo que cada género tiene su pauta y un soneto de veinte versos es largo. Y también me fijo mucho en la reacción de la gente. Aquella noche hubo alguien que se levantó y se fue; y otros que se miraban con una sonrisa cuando veían al artista con el micrófono metido en la boca. También alguien entregado lo jaleó cuando se arrancó en la única pieza flamenca que allí se escuchó. Ni que decir tiene que nadie supo cuándo había acabado el espectáculo hasta que el músico principal salió a saludar. Bien por los especialistas Emilio Pascual y Miguel Álvarez-Fernández, y bien por Niño de Elche, un tipo inteligente. Otro abrazo grande.
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