Hoy he compartido con mis hijos esta mesa sin mantel en la que tantas horas he intentado digerir más lectura y escritura que cualesquiera otros alimentos igualmente necesarios. Dice P., que ha visto mi teléfono a mi lado como un cubierto más, que parezco un adolescente colgado del móvil. Me gusta consultarlo a cada momento, como el correo electrónico, y confieso esa dependencia. A pesar de todo, nunca lo he llevado a clase y en ocasiones —poquísimas— he salido de casa conscientemente sin él. Sin embargo, he llegado a pensar en un cataclismo por no recibir en un día ni un solo mensaje de una persona determinada; algo tan tremendo que no me ha parecido grave cuando alguien se ha enfadado conmigo por no haber dado señales de vida a través del teléfono durante treinta o cuarenta horas. Pero hoy lo tenía allí porque he iniciado nuestra grata refacción —igual he sido parco, pues no ha sobrado nada— con la lectura de unas palabras divertidas que hacía unos minutos me habían enviado. Ellos saben por qué no doy más detalles. Ellos me aportan la perspectiva de personas de su edad y yo aprendo, y logro corregir alguna vehemencia que no quiero que vaya conmigo cuando la conversación se centra en el gran abanico actual de las orientaciones sexuales y en su lógica reivindicación. Lamento que J. haya pensado en algún momento que su padre se ha pasado al lado oscuro. Ni por asomo. Me sigue costando mucho llevar esta anormalidad de la falta de contacto físico con mis propios hijos, con los que no convivo diariamente. Me he acordado de un artículo de Íñigo Domínguez en El País, que leí cuando todos estábamos confinados, en el que aludía a un borrador de una especie de guía, que no fue difundida, con instrucciones para las relaciones personales mientras conviviésemos con la pandemia. Allí escribió que esos «besos que no damos se nos atraviesan en la garganta», y nos recomendó: «guárdenlos para cuando pase esto». Me acordé de mis hijos, que acaban de irse —tened cuidado ahí fuera—, y de muchas personas queridas. Para cuando pase esto. Escribí un montón de cartas anunciando los besos y los abrazos que no podía dar, y, finalmente, no envié ninguna. Se me mezclaban las personas verbales. Aquello fue en un momento en el que yo no imaginaba que ese tiempo futuro, que esa quimera, se contaba por meses. Así que ojalá un día te vea y pueda abrazarte y decirte por qué escribí esto un sábado de marzo y por qué lo recuerdo ahora otro sábado después de tantos meses.
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