El primer libro de García Mera, Acercanza (Madrid, Beturia, 2014) tuvo unos maestros cercanos y visibles: Santiago Castelo, Carlos Medrano y Antonio Reseco, que, en cierto modo, siguen presentes en El contorno del eco como libro de un lector que convoca en sus poemas la música del mundo. «Epílogo», poema espléndido que lo cierra, presidido por una cita de Basilio Sánchez —hay otra en el libro de Sandra Benito—, es el epítome en heptasílabos de un poemario tripartito (I. La raíz. II. La hora. III. El canto), diverso, pero equilibrado. Un poema final en el que la raíz, la hora y el canto, en ese orden, se recogen junto con el título del libro todo en el verso: «el contorno del eco». La comparación inevitable entre esta obra y aquella primera de hace seis años encumbra a esta hasta un lugar preeminente entre lo editado en poesía en los últimos años por autores de Extremadura y a Carlos García Mera como un buen ejemplo de precoz maduración en términos literarios. Hay muchos momentos en los que detenerse en El contorno del eco que es muchos ecos, pues están los recuerdos de lo vivido y lo visto, están las personas —otra vez Santiago Castelo— y lo que han dejado, y están las lecturas y la historia, y lo que dejan. Esta última parte, la de «El canto», está llena de hallazgos, de poemas memorables por sus sugerencias y su intensidad; y agrada suponer que otros lectores elegirán otros textos igualmente favorecidos por el acierto en el decir. El de Sandra Benito es un gran primer libro, y vuelvo a ponerlo al lado de su compañero de salida porque con él representa un brillante ejemplo de cómo la poesía joven ha incorporado a su equipaje lector la tradición más cercana de la poesía española escrita por autores extremeños. Ya he citado a Basilio Sánchez, evocado en las dos obras; pero están Ángel Campos Pámpano o Álvaro Valverde, además de los mencionados, en la de García Mera; y Ada Salas, en dos poemas de la de Sandra Benito. Porque en Ciudad abierta, salvo en el «Umbral» y la «Coda», que, como sus títulos indican, abren y cierran el libro, sus treinta poemas numerados (I-XXX) van encabezados por un lema poético, con la intención de ofrecer una galería de lecturas que acompaña al propio discurrir de la autora. Esto no es un rasgo autorreferencial y menos un ademán erudito; es, en mi opinión, una seña de la humildad de una escritora que empieza, y que quiere acogerse a la sombra de algunas de las principales voces que ha leído. Y que conforma una galería de treinta epígrafes con sus veintiocho nombres —también repite José Hierro— para enmarcar una ciudad trazada imaginariamente a partir de la escritura, una ciudad también vivida realmente en la que situar las experiencias tempranas de la vida, las que todavía la están construyendo, como la familia, el amor, los primeros tanteos en la transmisión de la pasión literaria en el marco de un aula o el propio descubrimiento y la luz de la creación poética que articula temas como el tiempo, el olvido e incluso la muerte pensada a los veinticinco años. Sentido del ritmo, conciencia formal en clave de verso y de poema, y un bien afirmado bastidor simbólico en la mayoría de los textos son algunos de los argumentos de Ciudad abierta como ese primer libro luminoso que es y que ojalá le abran ámbitos distintos que vuelvan a confirmar que la Editora Regional de Extremadura acertó con apuestas así.
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