martes, marzo 03, 2020
El cuento del espejo
Aquí iba una alusión al premio Planeta, a escribir sobre él y a la polémica a costa del grande Benito Pérez Galdós. Pero no me ha parecido procedente para no quitar importancia a que leí El cuento del espejo (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, Ayuntamiento de Villanueva de la Serena, Diputación Provincial de Badajoz, Junta de Extremadura —¡uf!—, 2019), de Rui Díaz (Badajoz, 1982), a quien conozco desde las aulas de la Facultad y echo de menos en la conversación literaria y personal; y eso que tampoco estamos tan lejos. Es un acierto que al título de este relato que recibió el XXXVIII Premio de Narración Corta Felipe Trigo se haya llevado la palabra «cuento», porque es lo ficticio, la ficción, la mentira, cabría decir, lo principal de esto. Por eso se dedica a «los poetas, los cuentistas, los narradores, los músicos, los actores, los cantantes… Gracias por mentir». Pero es que hay otros paratextos al principio y al final que ponen las cosas en su sitio, y que enmarcan todo con mucha intención. Los dos primeros, uno de Tagore («No es tarea fácil dirigir a los hombres; empujarlos, en cambio, es muy sencillo») y otro en cursiva y asumido sin firma que dice: «Cuando llegó el día de la fiesta, los tejedores trajeron al rey la tela cortada y cosida, haciéndole creer que lo vestían y le alisaban los pliegues. Al terminar, el rey pensó que ya estaba vestido, sin atreverse a decir que él no veía la tela». Los dos últimos, uno de Borges («Hoy, al cabo de tantos y perplejos / años de errar bajo la varia luna, / me pregunto qué azar de la fortuna / hizo que yo temiera a los espejos») y otro en cursiva y asumido sin firma que dice: «—Muy bien, estoy a punto —dijo el Emperador—. ¿Verdad que me sienta bien? —Y volvióse una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido». Solo el de Tagore parece referirse a la trama del relato; lo demás atañe a su significado, que, en cierta manera, está en una frase que el prepotente personaje de Aarón dice a su becario: «Porque la ficción es un espejo que muy pocos saben leer y demasiados confunden» (pág. 64). Leído El cuento del espejo, esos paratextos resultan como un postre o ese dulce picoteo final con el que te agasajan después de haber degustado un suculento menú. Excelente menú el relato de Rui Díaz. Pero el gesto no queda ahí, porque las citas en cursiva y sin referencia son recreación del exemplo XXXII de El Conde Lucanor, que es el origen del cuento de H. C. Andersen El traje nuevo del Emperador (1837). Que el autor no dé ninguna pista sobre la procedencia de esos textos da que pensar para adentrarse en un escenario en el que las fronteras entre la verdad y la mentira son tan difusas. Este relato tiene muchos valores, y casi todos están relacionados con esa intención de presentar la vida como fingimiento; por ejemplo, los giros autorreferenciales a la trama, como si los personajes fuesen plenamente conscientes de estar participando en una representación. Una representación marcada en la narración como las indicaciones de las salidas y entradas de actores, casi con acotaciones («Se abre el telón», pág. 47; «Y abandona la escena. El público aguanta la respiración en silencio […] Una tos al fondo. Las luces se hacen un poco más tenues, indicando el paso del tiempo, breve, pero asociado a un cambio, a duras penas perceptible», pág. 61). Una representación, en suma. Me parece un acierto. A mí el relato me ganó; pero confieso que en mi primera experiencia de lectura reparé en lo que creo que es un fallo del que quizá el propio autor no es consciente, porque incluso podría asumirlo con la naturalidad de quien escribe como dueño de su historia. Se trata de la presencia excesiva del narrador —que, sin embargo, parece distanciarse en beneficio de escenas de diálogo— en las numerosas comparaciones valorativas sobre todo tipo de circunstancias de la narración: «como nunca lo hace la felicidad» (pág. 11); «igual que lo haría un tren en un túnel» (pág. 12); «como la boca de una atracción de feria» (pág. 12); «como el hocico de un perro policía» (págs. 12-13); «como una señal entre caminos que se bifurcan» (pág. 13). Esto solo en tres páginas. Hay muchas más («acaba con la boca seca, como si su cuerpo hubiese catalogado la verdad como una patología», pág. 43; «apunta Ana, precavida, justo antes de recitar una ristra de datos igual que lo haría con un poema vanguardista», pág. 46; «como los amigos que llegan tarde a la fiesta en la que todo el mundo está borracho», pág. 53; «Su cabeza da vueltas como la de un ateo que se enfrentara al dios en el que no cree», pág. 59); «Se siente como un niño», pág. 67). Porque si el narrador juega a mirar el relato como el que se divierte con su retablo de marionetas («Minipunto para el equipo de los becarios, que parece volver al partido», pág. 19) no debería dejarse notar tanto con estas apreciaciones. No sé, ha sido solo una sensación en la lectura placentera de tan recomendable narración que mañana miércoles, día 4, se presenta en el salón de actos del Palacio de la Isla (Pl. de la Concepción) de Cáceres. «Orín pues» (pág. 42), inserta el juguetón que narra. «De milagro», digo yo, no me he presentado esta tarde allí convencido de que era hoy la presentación. Espero no perdérmela mañana. A las siete de la tarde, Palacio de la Isla, miércoles 4.
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