Es la concreción de 2019 de esta serie de congresos internacionales bajo el nombre de Bartolomé de Torres Naharro que mi departamento de Filología Hispánica y Lingüística General, bajo la dirección de Miguel Ángel Teijeiro Fuentes, viene organizando desde hace unos años entre Torre de Miguel Sesmero, la patria chica del dramaturgo, y Cáceres, sede de nuestra Facultad de Filosofía y Letras, en donde esta edición se clausurará el jueves 3 de octubre, en el Salón de Actos de la Biblioteca Central de la UEX de Cáceres, con un homenaje a uno de mis profesores más entrañables, Miguel Ángel Pérez Priego, uno de los más prestigiosos medievalistas de la universidad española. Antes, desde mañana y durante la jornada del miércoles, un programa muy sugerente, con aportaciones de especialistas venidos de varias universidades (Extremadura, la Complutense, Toulouse…), con actividades como un recorrido literario por la localidad de Torre de Miguel Sesmero o la representación de la Comedia Aquilana por la compañía «Nao d’amores» que dirige con su sensibilidad y profesionalidad de siempre Ana Zamora, que tanto nos ha visitado con sus propuestas de difusión y relectura del teatro medieval y renacentista. Dejo el programa de la actividad como imagen de esta entrada.
lunes, septiembre 30, 2019
jueves, septiembre 26, 2019
Jesús
Alguna vez me han dicho que por qué me arrogo la amistad de personas importantes. Me resbala. Otra cuestión es que alguien me diga que mi concepto de la amistad, según empleo calificativos como amiga o amigo, sea laxo. Lo reconozco, como supongo que reconocerá cualquiera; pero, en ese caso de flojera conceptual, la importancia no se instala en la notoriedad del nombre de alguien famoso —pongamos por caso un cantante o un escritor—, sino en la autenticidad de lo que uno ha sentido durante años y sigue sintiendo por el amigo a quien nadie conoce. Que es el importante. Por eso me parece tan especial considerarme amigo de Jesús Cañas Murillo (Madrid, 1951) antes de que fuese mi profesor en el cuarto curso de Filología Hispánica, pues lo conocí un año después de que él llegase a Cáceres desde la Universidad Autónoma de Madrid —fue uno de los fichajes de su maestro Juan Manuel Rozas al instalarse aquí—, cuando quizá él ya había cumplido los treinta años y yo no llegaba a los diecinueve. Aquello me otorgó cierta posición de privilegio bien entendido entre mis compañeros de clase, porque yo no tenía que plantearme la duda de si hablar de usted a mi profesor o tutearle, descartado, por supuesto, el melindre de dirigirme a él de una forma en el aula y de otra en el pasillo. La amistad manifiesta e incondicional con Jesús Cañas invalidaría todos y cada uno de los pasos de mi carrera académica por razón de una incompatibilidad por evidente parentesco. Desde las notas de algunas asignaturas hasta los concursos a plazas de cuerpos docentes por los que he pasado sin oposición alguna. En junio de 1986 él fue el primer director del Departamento de Filología Española de la UEX, y lo acompañé como secretario en aquellos años. Tres antes, celebré con él sus treinta y dos, en un día que yo siempre he fechado —y he confirmado— como el comienzo de su relación con la que hoy es su mujer, mi amiga Malén Álvarez Franco, que en aquel entonces era su alumna, y con la que se casó un año después, en agosto. Estuve en su boda. Han pasado treinta y tantos años y sigo teniendo una familiaridad especial con él, con ellos. Este martes, mismamente, con mi hijo Pedro, he podido volver a ver la biblioteca de Jesús y recordar el sitio que siempre han tenido sus libros —salvo modificaciones que no me ha contado— y volver a habitar el espacio tantas veces vivido de su cocina —ya remodelada desde aquellos años—, y comer juntos en esa casa en la que yo he pasado tanto tiempo. Hemos vivido mucho juntos. Y me gustaría vivir más por eso, como si atesorase todo lo que llevamos recorrido para usarlo cuando más nos plazca. Como yo en este momento, a pocas horas de celebrar con él y con casi todos mis compañeros de mi departamento una comida en su honor. Sin despedidas, con la firmeza de la amistad que él siempre ha fomentado. Desde siempre, y de verdad. Este lunes se me ocurrió la tontería de enviar a unos colegas suyos de otras universidades, que no podrán estar en su homenaje, la petición de unas líneas sobre Jesús. Me han llegado, y es extraordinario que los testimonios aludan en su mayor parte a su sonrisa, al bienestar que uno siente en su presencia… Qué me van a decir, si llevo con él desde hace más tiempo que Malén —aunque yo no lo he soportado tanto. Añadiré ahora que se trata de un especialista en el estudio de la Literatura Española de la Edad Media, del Siglo de Oro y del siglo XVIII, autor de unos ciento cincuenta artículos de investigación publicados en diversas revistas de referencia, españolas y extranjeras, y en volúmenes colectivos, impresos en editoriales de prestigio. Que cuenta con ediciones de obras como el Libro de Alexandre, el Libro de Buen Amor, Fuente Ovejuna o las Rimas humanas y divinas del Licenciado Tomé de Burguillos de Lope de Vega, publicada póstumamente junto a su maestro Juan Manuel Rozas —al que también recordó en la publicación de sus también póstumos Estudios sobre Lope de Vega—, La Petimetra de Nicolás Fernández de Moratín, o el recientisímo Teatro completo de Vicente García de la Huerta, etc., etc., etc… Hoy será un buen día. Seguro que le emociona —es de lágrima fácil— que estemos con él.
miércoles, septiembre 25, 2019
Una manera de ser
Escribía sobre esta misma mesa, con la tristeza del calor intempestivo de aquellas horas de una noche, y recuerdo en esta más templada de septiembre la confesión que ya recogí aquí de María Moliner: «La autora siente la necesidad de declarar que ha trabajado honradamente; que, conscientemente, no ha descuidado nada; que, incluso en detalles nimios en los cuales, sin menoscabo aparente, se podía haber cortado por lo sano, ha dedicado a resolver la dificultad que presentaban un esfuerzo y un tiempo desproporcionados con su interés, por obediencia al imperativo irresistible de la escrupulosidad; y que, en fin, esta obra, a la que, por su ambición, dadas su novedad y su complejidad, le está negada como a la que más la perfección, se aproxima a ella tanto como las fuerzas de su autora lo han permitido». Eso. Algo así. Y para todo. Hasta en la manera de ser con los demás. Un imposible para los que no sabemos hacer las cosas como doña María. La autora, sí señora. Nada más. Y nada menos.
jueves, septiembre 19, 2019
Monroe Z. Hafter
Por la lectura de la necrología de Pedro Álvarez de Miranda en el último número de la revista Dieciocho (volumen 42, número 2) me entero de la muerte del hispanista Monroe Z. Hafter, a quien tuve el gusto de tratar. Es posible que Pedro me dijese algo y que ahora no lo recuerde; pero lo que sí sé es que fue él hace ya muchos años quien me habló de su conocimiento de este discípulo de Raimundo Lida en Harvard y profesor de la Universidad de Michigan con el que contactó cuando el que hoy es académico de la RAE trabajaba sobre utopías y viajes imaginarios. Según su testimonio, fue a principios de los 80 del siglo pasado. Por él, pude escribirme con Monroe Z. Hafter, cuando le pedí un artículo para la revista Laurel, que se publicó en el segundo número del segundo semestre de 2000: «El silencio en las tragedias de Cienfuegos» fue el título de aquel sugerente trabajo que comenzaba con la alusión a una «escena muda» ejemplar en teatro, la tercera de Don Álvaro o la fuerza del sino. Dos años después vino a Extremadura, para presentar su edición de la novela de Carolina Coronado Jarilla, publicada en la colección «Clásicos Extremeños» de la Diputación Provincial de Badajoz (2001). Allí estamos, en el salón de la calle del Obispo, en la foto mala, con él y con Isabel Mª Pérez, que le acompañamos en la presentación de esa edición. Mayo de 2002. La otra fotografía, la buena, es, en un parque, del día siguiente, con Isabel y Monroe, que visitaron la finca de la Jarilla de Carolina. Como dice Pedro Álvarez de Miranda en su recordatorio era una persona de un trato afectuoso y exquisito, propio de un tiempo en el que la cortesía se notaba mucho más que ahora —no soy capaz de comprender por qué no se es tan cortés como antaño con nuestros medios de hoy—, y un bibliófilo que ha donado centenares de volúmenes de su biblioteca a su Universidad de Michigan, que la atesora como «The Hafter Collection of Spanish Culture». Qué recuerdos. Lamento esta otra pérdida.
martes, septiembre 17, 2019
Alexandre Lacaze
© factorymag
Para mí era Alejandro, la pareja de Mercedes Martínez Esperilla, profesora de Educación Secundaria en Arroyo de San Serván (Badajoz), después de pasar por varios destinos en los que ha dejado huella, y antigua alumna mía de Filología Hispánica. Una de las alumnas más brillantes que he tenido. Para mí era Alejandro, a quien nunca vi. De hecho, cuando estuvo en Cáceres, siempre lo conocí en aislamiento en un hospital al que acudí para conversar con su pareja —siempre la he llamado Merceditas—, mientras ella salía un rato para desayunar. Yo siempre he creído hasta hoy que Alejandro el de Merceditas era otra persona, un profesor «malagueño» de un instituto de Extremadura —creo que su último destino activo fue el «Santa Eulalia» de Mérida—; y no el músico Alexandre Lacaze. Por eso ayer por la tarde, mientras conducía desde Cáceres hacia el tanatorio de Mérida, me sorprendió tanto que Julio Ruiz, en Disco grande (Radio 3), abriese su programa con una pieza cantada en francés por el compositor Alexandre Lacaze, una persona de la que hablaba emocionado como buen amigo y que había tenido la misma enfermedad —leucemia—, los mismos padecimientos —mejorías, recaídas, aislamiento, pruebas, un trasplante de médula…—, y que había muerto el mismo día que mi querido Alejandro, pareja de Merceditas. No me lo podía creer. Que esa voz que escucho desde hace tantos años, la de Julio Ruiz, estuviese diciéndome en directo y por la radio que yo iba a Mérida a despedir, como un allegado más, a un artista como el Alexandre Lacaze de L’Avalanche. A veces —o muchas veces— pierdo la memoria de los detalles, y no recuerdo que mis conversaciones con Mercedes se centrasen en esa dedicación docente y no artística —como si fuesen distantes— de su pareja; por eso me parece tan imponente lo que ocurrió ayer. Imponente. Emocionante. Por ejemplo, ver a Alfonso Domínguez Vinagre desconsolado —que llegaba de muy lejos de despedirse de su hija y a despedir a su amigo, que venía de la parte del músico, como en las bodas el que viene de parte de la novia o de parte del novio—, con los ojos rutilantes por las lágrimas, y que él no supiese bien qué hacía yo allí. Y yo estuve allí ayer tarde para abrazar a Mercedes, a su madre y su padre —vaya padres— y a algunas de sus compañeras que fueron mis alumnas y que hoy son profesoras —vaya profesoras—, además de otros queridos antiguos alumnos —qué profesores hoy— que no veía hacía años. Y todo por Alejandro. Por un artista tan valorado. Cómo no. Viniendo de Merceditas…, ay. Qué emocionante. Qué lástima. Qué pena.
domingo, septiembre 15, 2019
Savater y sus libros
© De la fotografía, Claudio Álvarez. El País.
El otro día compartí una frase del último libro de Fernando Savater (La peor parte. Editorial Ariel, 2019): «Un amor que no desazona y perturba cuando está vivo, que no aniquila cuando pierde irrevocablemente lo que ama, puede ser afición o rutina, pero no auténtico amor». Y hoy me he acordado de aquello al leer la entrevista que Javier Rodríguez Marcos hizo al filósofo y que publica El País, y que recomiendo, por lo mucho que dice en poco espacio. Pero lo primero que me ha llamado la atención ha sido esta fotografía del escritor en su casa. Me entusiasman las imágenes de bibliotecas particulares en las que uno puede reconocer los libros de otros. Aquella famosa, por ejemplo, de Gastón Baquero en su domicilio de Madrid, hace ya años, de Gorka Lejarcegui o la de mi buen amigo Philip Deacon, que yo publiqué aquí y de la que aún tengo pendiente de catalogar los volúmenes que se ven. Hay muchas, pues parece muy socorrido y recurrente retratar a un escritor con sus libros. Hace unos años debí de quedar como un descortés cuando me negué a que grabasen imágenes de mi biblioteca, que no merece ninguna difusión. Estaría bueno. Solo esa posibilidad me ruboriza. Vuelvo a Fernando Savater. En la fotografía de Claudio Álvarez que se publica en la edición en papel de El País —no la veo en la edición digital, en la que hay otra—, y que he visto esta mañana, se muestran los libros que tiene en la estantería a su espalda y sobre la mesa. No logro reconocer los títulos que hay detrás —no sé, algo de Rudyard Kipling…—; pero sí el Pensar sin asideros, de Hanna Arendt, el volumen I de sus Ensayos de comprensión 1953-1975–, y, sobre todo, un libro que es muy querido y que he reconocido en cuanto he abierto esa página y mirado esa fotografía. Fernando Savater tiene sobre su mesa un ejemplar de He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes, de Basilio Sánchez (Madrid, Visor, 2019), el último Premio Fundación Loewe de Poesía, sobre el que estoy escribiendo. Qué cosas. Me gustan mucho estas coincidencias.
jueves, septiembre 12, 2019
Nevera
Entre las cosas que nunca hago sin pedir permiso hay dos que igualo en la misma categoría de lo impensable: abrir en casa ajena el cajón de la ropa íntima y abrir un frigorífico que no es el tuyo. Lo primero parece de cajón, claro. Pero abrir una nevera ignota es invadir las tripas o el espacio que la otra persona tiene al buen recaudo del frío más reservado. Me lo pensaría dos veces si mi acompañante en su cama me pidiese ir a por agua a su frigorífico; sencillamente, por el temor a encontrarme con más verdades. Unos supositorios de glicerina, la mitad de un plátano envuelto en una servilleta de papel, un tomate pocho, media docena de frascos de colutorio, tres bandejitas de salami, un cristo de chocolate blanco o el original del certificado de defunción de un familiar. Lo insondable. Abrir la nevera propia es como encontrarte con tu propio rostro, es lo más parecido a mirarte a primera hora de la mañana en tu espejo dispuesto a afeitarte y a enfrentarte con la misma imagen que todos los días te devuelven la fruta y los huevos, las sobras de ayer y la comida de mañana.
domingo, septiembre 08, 2019
Apertura de curso
©
Luci Gutiérrez, El País.
Si el lector pudiese imaginar un texto inverso a esta viñeta genial de Luci Gutiérrez —ilustradora que tanto nos ha iluminado este verano—, tendría delante mi concepto de la enseñanza. Cuando la vi a mediados de agosto en el periódico pensé en utilizarla para una entrada dedicada a la apertura de curso. Sostengo que un profesor tiene que estar, principalmente, para ayudar en todo a un alumno; y no para esperar sus faltas y sus fallos. Sí para corregirlas. No comprendo que un médico diga a su paciente que no va a hacer todo lo posible para curarlo. Innoble y deshonesta metodología la de ese supuesto profesor que se asoma a la tarea de un estudiante receloso.
martes, septiembre 03, 2019
Las ganas de los asquerosos
Me espoleó el jueves 15 de agosto la entrevista que Patricia Gosálvez hizo a Santiago Lorenzo para cerrar El País. Y me puse a rescatar mis notas sobre el deslumbramiento de la lectura del de Portugalete, casi de mi quinta. Me gustó mucho lo de los mochufas y el punto de vista del que en primera persona habla de Manuel en Los asquerosos (Barcelona, Blackie Books, 2018); pero como el mismo autor en carne mortal dice en la entrevista, es mejor novela Las ganas (Barcelona, Blackie Books, 2015). Las ganas es una novela que me prestó Carmen Galán —ya lo dije— y que leí después que Los asquerosos —que yo había recomendado a Carmen Galán—; y creo que sí, que es mejor que la última. Dejé un domingo de avanzar en un compromiso pendiente y aquel lunes prolongué la sobremesa y no hubo siesta por seguir leyendo esta novela sorprendente. Nada, que me dejé llevar por lo que decía la faja de Los asquerosos: «Huye de todo. Lee esta novela», que más de un reseñista habrá utilizado como yo, dos veces ya, para llamar la atención sobre su lectura. Es más, luego leí en un blog algo parecido y se me quitaron Las ganas de ser tan original. La prosa de Lorenzo tiene una personalidad envolvente, un tono zumbón y un uso procaz de la lengua. Se me ocurre este adjetivo invariable adosado al sustantivo prosa. Prosa procaz. Una marca de la manera de escribir de quien tiene una zeta en su apellido. Yo, la verdad, es que a veces no sé escribir sobre lo que me gusta. Está mal que yo lo diga; pero prefiero transcribir aquí unas líneas de Las ganas, por ver si valen: «Tiempo tuvo Benito de entender que su problema no eran las morfologías de su novia y de su hermana, sino las morfologías de sus moliendas cerebrales y de sus reticencias a entregarse a válvula entera. Las mismas que le llevaban a esquivar a quien le quería, las que le llevaban a estar en el mundo con una piedra siempre en el zapato, como si viniera de fábrica insertada entre la plantilla y las tapas. Otro hombre con menos murciélagos se habría dejado de cotejos en falso y se habría abierto a María como un paraguas. A Benito le faltaron varillas» (pág. 211). Creo que el fragmento merece atención. No sé, en Santiago Lorenzo hasta los anacolutos quedan curiosos, por ejemplo, este de Los asquerosos: «Lo claro era que el dueño, los libros ni los abrió, porque no presentaban ni puta la mácula» (pág. 40). Y no digamos cuando se viene arriba con las aliteraciones: «Benito no sabía ni cómo contenerse, tras un trienio de tremendo tremedal tremolándole entre las tripas» (pág. 146 de Las ganas). Me espoleó la entrevista chorra de la última de El País; pero, hablando en serio, ha habido comentarios que han puesto el dedo en lo importante, que es el lenguaje, la puta forma —que valdría como errata de la «pura forma». Ojalá yo haya sabido llamar la atención sobre ello. Me he probado las dos novelas de Santiago Lorenzo y me quedan muy bien, así que no me importaría ponerme algunas de sus otras prendas; porque con ellas me cae genial quien las ha hecho. Aunque esto no tenga nada que ver con la literatura. Me caen bien el tipo y sus personajes. Por algo será.
lunes, septiembre 02, 2019
Vuelta
Aunque no haya sido el primer día que he vuelto a mi entorno de trabajo —todavía en vacaciones de agosto pasé por allí para recoger el correo y regar una planta que pronto cumplirá veinte años—, la sensación ha sido de reencuentro, con muchos saludos y muchas preguntas repetidas sobre cómo ha ido el verano. Todo bien. Descanso, pieles morenas, fuerzas renovadas, la casita de la playa, grandes viajes y la boda de una hija, por ejemplo. Todo muy bien. Y ha habido pésames, pues también ocurre lo peor en estos períodos que queremos inventarnos como si fuesen estupendos. Qué digo. Somos tan estúpidos que calificamos la muerte según fecha señalada, como si fuese más trágico morirse cuando la gente está de fiesta. Ayer fui a un entierro y hoy a la Facultad. Lo normal. No sé por qué me he acordado hoy del comentario que hizo un tipo sobre la trilogía de Los sonámbulos, de Hermann Broch: «Sin duda, un libro muy muy bueno, pero dudo que alguien pueda entender el alcance del libro sin antes haber leído a Oswald Spengler». Demasiado alienante para empezar el curso. Yo no he leído esta obra que es una de las cumbres de la literatura europea (sic), aunque sí (sic) La muerte de Virgilio (1945), que me parece excepcional. De Splenger, por supuesto, no tengo noticia directa. Así que me he dicho: «Sin duda, el Quijote es un libro muy bueno, pero dudo que alguien pueda entender su alcance sin haberlo leído». Para ti la perra gorda. Bueno estará.