jueves, septiembre 13, 2018

Ignacio

Hace casi treinta y tres años, en octubre de 1985, me hice cargo de las asignaturas de Literatura Hispanoamericana que impartía mi compañero y hoy amigo Ignacio Úzquiza (Burgos, 1948). Aquella situación, por circunstancias que ahora resultaría prolijo enumerar, me permitió convertirme en profesor de la Universidad de Extremadura. Este curso pasado, después de cuarenta y tres años dando clases en Cáceres, Ignacio se ha jubilado, y las asignaturas que deja de impartir, «Fundamentos de la Literatura Hispanoamericana», en primer curso del Grado de Filología Hispánica, y «Textos de la Literatura Hispanoamericana», optativa en el tercer curso de ese mismo grado, las incorporo a mi plan docente, y cierro una especie de ciclo, orgulloso de volver a vincularme desde lo profesional en lo afectivo, esas dos caras de la vida que muchos no quieren que se mezclen. Una especie de símbolo de los que me gusta mostrar después del paso del tiempo. Un gusto, como pasear con el compañero y amigo por el campus extraordinario de la Universidad de Vigo. Una gozada en una mañana luminosa y azul a una temperatura que le lleva a decir a un vigués de un bar de la Plaza de América que el tiempo está volviéndose loco. Un apego apacible. Que de Apegos feroces, el libro de Vivian Gornick (Sexto Piso, 2017), que tanto ha tardado en ser traducido al español desde su primera publicación en inglés (1986), habló ayer por la mañana la periodista y escritora peruana Gabriela Wiener en la sugerente plenaria —que concluyó cantando— del XIII Congreso Internacional de la Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos, que, hasta el viernes, se celebra en esta ciudad de Vigo en la que Ignacio y yo no hemos parado de hablar, como si nos fuese la existencia en ello. En pocas horas hemos levantado acta del sabor a vida que tiene cada gesto pequeño en una ciudad en la que a cada paso uno se gradúa en sociabilidad. Como un joven travieso, mi amigo ha querido presentarme a una joven a la que ha preguntado en la calle por una dirección que ya conocíamos, y le ha besado la mano. Como un compañero responsable que me cede un testigo importante, me ha presentado a colegas conocidos y desconocidos, y me he sentido como aquel inexperto de veintitrés años que, sin pensarlo, se atrevió a dar sus primeras clases. En esta Galicia tan cálida un taxista apasionado y amable nos ha recomendado un paseo, hemos disfrutado de la buena comida y de largas caminatas por itinerarios tan raros como unos muelles con olor industrial y pesquero, o tan deseables como los verdes senderos que te llevan hacia esas playas sobrevenidas y pequeñas de la zona de Bouzas de este Vigo —o no— desde el que escribo estas líneas por la pura gana de darme un homenaje.

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