miércoles, noviembre 02, 2011
Día de Difuntos
Nunca un libro había marcado, tan concordante, un día como este. Y solo, claro, una elegía podía hacerlo. Sin embargo, no recuerdo haber tenido una experiencia parecida a esta de leer en día señalado una obra tan evocadora de la muerte como la que ayer traía a estas páginas, La hermana muerta, de Santiago Castelo. Y escribir sobre ella. La muerte de la hermana lo ocupa casi todo. Casi todo, porque la fúnebre vehemencia del libro atrae hacia su motivo principal otros poemas escritos en otras circunstancias. Así, el que dedicó Castelo a la memoria de Ángel Campos Pámpano ("El otro secreto"), así el que dedica al amigo del pueblo, Nolasco Santiago Calero ("Memoria del 2 de agosto"), así el soneto al futbolista del R.C.D. Español Dani Jarque ("¿Era ella, verdad?"), así, cómo no, el poema "Mi padre", dedicado a la entereza de quien entierra a una hija y que, diez meses después, se va de la vida "sin una sola queja." La hermana muerta, a pesar de esa unidad del duelo, es un libro muy representativo de lo que es la poesía de Castelo; no es, pues, una excepción, por su unidad temática. Al contrario, tiene su dicción poética clásica, tiene su variedad de registros y de formas de siempre, tiene su gusto por la incorporación al poema de una realidad fechable y vivida —realidad que en un libro elegíaco adquiere un logrado patetismo—, tiene su afán por el poema de circunstancias y tiene, para mi gusto, esa impagable serie de once textos sin título, tras el pórtico —"Ángelus de la Ascensión"—, que vale todo el libro.
Mil gracias por la referencia, Miguel Ángel. Buscaré el libro. Un abrazo.
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