En la pila de libros —veinte— que Santos Domínguez pone en su blog como lecturas para las cuatro semanas de agosto, encuentro el Manual del editor de Manuel Pimentel publicado por Editorial Berenice, que compré por recomendación, con algún reparo, de Tomás González, de Todolibros, de Cáceres. Lo he leído. Lo digo porque parece que hay en el aire un prurito lector medido en cifras. Santos tiene las suyas, apabullantes, y el otro día Javier Castro terciaba, y bien, sobre mi conversación con Bolaño y daba su marca de lecturas en un mes —treinta. Apabullante. Más comedido es lo que dice Darío Jaramillo en Historia de una pasión —apud Santos Domínguez—, cuando habla de la necesidad de reseñar un libro por semana. Darío Jaramillo, que, por cierto, tiene una curiosa novela también publicada por Pre-Textos, Novela con fantasma (2004).
Yo he tardado en leer las quinientas treinta y dos páginas de Calle Feria de Tomás Sánchez Santiago más de un mes —y habrá que hablar también de lo que no me ha gustado de esta obra espléndida. Bien es cierto que he hecho otras cosas: escribir, poner lavadoras, limpiar la casa, ocuparme de la edición de otros libros, ir y venir al supermercado, leer otras páginas, conocer otros lugares, cenar en un buen restaurante... (Aposiopesis se llama la interrupción del discurso por sobreentendido o por comprometido. Lo digo por si alguien repara en que sólo haga esas cosas).
Vuelvo a Manuel el editor, bueno, al Manual del editor, el libro de quien es responsable de la editorial Almuzara, Manuel Pimentel. Reconozco que me gustan más los libros escritos por editores del tipo de los de Esther Tusquets, Jorge Herralde o Mario Muchnik, y me habría gustado mucho más que Pimentel me contara su experiencia —seguro que de interés—, y no este manual de manual sobre “la moderna industria editorial”. Tiene su utilidad, como todo manual; pero también su obviedad, propia de todo manual. Léase: “El éxito de una editorial radica en el acierto en la elección de los libros que edita” (pág. 74); “El editor está obligado a liquidar con honestidad los derechos correspondientes al autor” (pág. 129); “Sin autor ni existe libro ni editor. El autor y su talento son la materia con la que trabaja el editor” (pág. 181); “El editor debe conocer bien la realidad de las librerías” (pág. 211)...
Es verdad que el autor advierte en la “Introducción” que, después de leer las memorias de grandes editores españoles y extranjeros, quería escribir un libro distinto, “un libro que no contara la relación que había mantenido con escritores, políticos ni artistas, sino que enseñara la parte interna del oficio, esa de la que nunca hablan los editores, pero que constituye el motor de la empresa editorial” (pág. 12). Bien, aunque los libros de los citados editores no son sólo eso. Pero para distinguirse de ellos no hay que escribir un manual en el que se nos informa sobre el protocolo de cursos de autor para teleformación, como es el caso (págs. 245-250). Y bien, pues puede hablarse de la parte interna del oficio sin distanciarse enumerando los pasos de un cronograma en materia editorial; puede hablarse, quizá, desde la experiencia personal sobre ese cronograma, y seguro que Pimentel tiene mucho que contar y enseñar. Aun así, el libro tiene su utilidad para los lectores de manuales autoayuda, y es una obra que, en este panorama, aporta algo de información más o menos veraz —gestión económica del libro, gestión de tesorería, gestión de la propiedad intelectual...— sobre un mundo apasionante.
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