viernes, agosto 02, 2019

Las crónicas de Alfonso


Lamenté no haber podido estar en la presentación en Cáceres de Las crónicas dispersas (Cáceres, 2019), de Alfonso Domínguez Vinagre; pero me alegro de haberme traído un ejemplar de Boxoyo Libros que me he leído como si hubiese estado conversando con su autor, un gustoso no parar. Él mismo alude en uno de sus últimos apuntes que es de «temperamento nervioso y vital», y todos los que le conocen pueden confirmarlo. Yo lo he vivido leyendo estas páginas, que me gusta que contengan afirmaciones así: «Mantengo la palabra. Mantengo el equilibrio. Mantengo lo que quiero y lo que puedo. Mientras se pueda. Y respecto a lo que no pueda mantener porque se imponga la rotundidad del tiempo, la certeza del cuerpo corruptible y mortal, y la fragilidad de las redes neuronales, respecto a esto, que me quiten todo lo bailado. Todo. Que fue mucho». Sin embargo, esa incontinencia de Alfonso en el contar y opinar parece como embridada en estas crónicas. A estas alturas de la vida, y con lo vivido a las espaldas, uno podría tender a te vas a enterar ahora de todo lo que me pasó, de todo lo que yo he hecho; pero no, estas crónicas están muy medidas, incluso —o, sobre todo— aquellas que se expanden y dividen en secuencias, muy breves, de grata lectura. Dice uno de los muchos amigos de Alfonso, Isidro Timón, en el prólogo de este libro, que se queda con la «Crónica de cuando le dimos vida en los márgenes mientras mataba PISA a la educación», uno de los títulos más abstrusos del libro, así sin entrar en el texto, que merece atención y nota. Yo, sin embargo, me quedo con otros, como «Sobre resiliencias varias», porque aparece ese Alfonso agreste en estado puro al lado del profesor de filosofía, del lector de Camus y El mito de Sísifo. Sí. Me gusta mucho cómo está escrito ese trozo, con esa nula lluvia que no da manzanas, ni peras, ni bruños, ni ciruelas, ni almendras…, solo esos diminutivos cercanos de la higuerita, el «cuenquito de cerezas y unos perinos inmaduros» (pág. 92), y esa manera de pensar en toda la pasión que colocamos en el fracaso, como dice en un momento del libro en el que encuentro una de las más celebrables relecturas de un verso de Gil de Biedma. El autor de Moralidades escribió en «Albada»: «y silbarán los pájaros —cabrones—». Y Alfonso ha escrito: «Cuando cantan los pájaros que alimento, los joíos». Me gustan estas confluencias. Emociona cómo puede leerse una novela como La tierra que pisamos, de Jesús Carrasco, en esa clave agreste y visceral con la que se mueve por el mundo Alfonso Domínguez, de los Vinagre (pág. 150). Este libro es la crónica parcial de la vida de un tipo entero y vero, entregado a las causas que importan —hay crónicas que hablan de ello—, partícipe de lo que ocurre en una ciudad, en un país y en una calle —Moret, por ejemplo, de donde salen personajes como Oswaldo o Dam—, un amigo que recuerda en el último texto a su amigo Luis Costillo; y está escrito de una manera entrañable, lúcida y reivindicativa, cabal y nostálgica, contundente, firme. Nada dispersa. Un libro local e individual, como tantas otras cosas que deberían elevarse a otra potencia.

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