En una esquina de Cea Bermúdez, poco antes de las ocho del primer viernes de agosto, una mujer me daba sin querer una previsión del día al pasar a mi lado junto a su acompañante: «—¿Solo 33 grados?». Más calor me hizo de camino a la Galería de las Colecciones Reales, cuya visita tenía pendiente desde su inauguración hace ahora un año. Cruzar sin sombrero ni sombrilla la Plaza de Oriente por la calle Bailén y la de la Armería con una larga cola para ver el Palacio aumentó la sensación de llegar a un oasis en el que te reciben con una amabilidad exquisita, hasta en el gesto del guarda de seguridad que me propuso taparme el reloj de pulsera con la mano para cruzar el arco. Dentro, la fascinación por un estuche impresionante a los pies del Palacio Real, un conjunto arquitectónico concebido por Emilio Tuñón y Luis Moreno Mansilla en 2002 y culminado en 2015, y que tantos rasgos de parentesco sugiere a alguien de Cáceres, vecino del Museo Helga de Alvear, obra del mismo estudio. Las tres plantas descendentes ofrecen un espacio expositivo de más de cien metros en cada una de ellas, cuyo recorrido cronológico aprovecha la secuencia de los niveles -1, -2 y -3, para dividir con las dos primeras las dos dinastías: A (Austrias) y B (Borbones), dejando el último nivel para las exposiciones temporales y el Cubo como espacio audiovisual. La concordancia en Cáceres de un concepto museístico moderno en una colección contemporánea es en Madrid una divergencia que realza la importancia artística e histórica de tapices, muebles, esculturas, armas y armaduras, porcelanas, cuadros, bordados..., de un variadísimo patrimonio. La integración de los restos del Madrid medieval y la muralla árabe del siglo IX, que se muestran y se explican en la planta -1 es otro ejemplo de exquisitez de la Galería. Pocos libros —los justos—, como un códice iluminado del XV o la Historia Universal manuscrita de Bernardino de Sahagún, o un ejemplar del Quijote de 1605 que la infanta Luisa de Orleans regaló al rey Alfonso XIII. Lo compensé llevándome de la tienda los tres tomos, de más de quinientas páginas cada uno y a buen precio —menos que el planeta de 2023— del catálogo de María Luisa López-Vidriero Abelló Constitución de un universo: Isabel de Farnesio y los libros (Madrid, Patrimonio Nacional, 2016). No desprecio, como es natural, lo mucho visto; pero me entretuve en buscar —sin éxito— algún vestigio del reinado de meses de Luis I, del que se están cumpliendo ahora los trescientos años, y me detuve en la curiosidad del retrato de espaldas de Carlos IV, un óleo del pintor de cámara Jean Bauzil, al que la reina María Luisa de Parma tildó de «loco» en una carta a Godoy —leo en la Guía de la Galería (pág. 160). Despide al visitante de la sala B un ejemplar de la Constitución de 1978, abierto por los artículos 43 a 47, para que se lea el 46: «Los poderes públicos garantizarán la conservación y promoverán el enriquecimiento del patrimonio histórico, cultural y artístico de los pueblos de España y de los bienes que lo integran, cualquiera que sea su régimen jurídico y su titularidad. La ley penal sancionará los atentados contra este patrimonio». No sé si alguien habrá lamentado que en la solución expositiva no se haya podido evitar el artículo siguiente, el 47: «Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos». He vuelto a acordarme —más en este contexto— de La de Bringas de Galdós, con ese don Francisco como oficial primero de la Intendencia del Real Patrimonio, habitante de aquella feliz vivienda a los pies de Palacio, «cumplimiento de todos sus gustos y deseos» (capítulo V).
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