Este libro de Pedro Álvarez de Miranda, Medir las palabras (Madrid, Espasa. Editorial Planeta, 2024), tiene su precedente, del mismo autor, en Más que palabras (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2016), que llevó un prólogo de Manuel Seco. El juego con sus títulos desgrana el objeto en el que coinciden: las palabras. Ambos reúnen breves ensayos sobre asuntos lingüísticos que han ido viendo la luz en diferentes medios. El libro de 2016 se formó en su mayoría con artículos publicados en la revista Rinconete del Centro Virtual Cervantes; ahora, este de 2024 continúa aquella serie en su sección central, «Rincones de la lengua», con otros rinconetes desde junio de 2015 hasta el titulado «Del libro de faltriquera al libro de bolsillo» (págs. 289-297), que apareció en dos fechas, 27 de abril y 27 de julio de 2023. La primera parte es «Medir las palabras», que fue el título de su sección en el semanario cultural La Lectura en el que Pedro Álvarez de Miranda estuvo colaborando cada quince días desde enero de 2022; y ahí van todas sus entregas hasta julio de 2023. Por último, «Varia» cierra el volumen con diecinueve artículos provenientes de otras publicaciones, periódicos como El País, El Mundo o ABC —en la sección «La mirada académica» de su suplemento ABC Cultural—, y revistas como Archiletras o Letras Libres. Reunidos todos en este volumen regalan una experiencia de lectura tan deleitable como la más amena de las novelas y tan útil como el más actualizado y preciso de los manuales. Sí, con un libro sobre palabras, un surtido variado de reflexiones con afán divulgativo, sin perder ni una pizca de rigor, en torno a la lengua española y su uso. Un libro escrito por el profesor —catedrático de Lengua Española de la Universidad Autónoma de Madrid—, el académico de la RAE —sillón «Q»— y el investigador dieciochista, pues los tres, como poco, se ven en el modo de acercarse y medir las palabras que elige para ilustrarnos. Así, cuando explica la diferencia entre diptongo e hiato (pág. 68), o entre nombres ambiguos y epicenos (pág. 89) para hablar de «Cobaya», estamos ante el profesor, ante el buen profesor que escribe en «Se veía venir» (pág. 333) sobre incorrecciones ortográficas, o que se detiene en aclarar que lo diastrático se refiere a la distribución sociocultural de los hablantes y lo diatópico a la geográfica (pág. 119, de «Seseo y ceceo»), siempre con «paciente pedagogismo» (pág. 195), que se agradece, como al iniciar su artículo «La verdad es que...» con esta explicación de sabio profesor que sabe echar mano de ejemplos idóneos: «Se llaman expletivos en gramática los elementos que, sin ser necesarios en el mensaje, sí le aportan cierta expresividad o énfasis. Cuando digo Por poco me caigo y cuando digo Por poco no me caigo estoy diciendo lo mismo, de modo que el no de la segunda frase es un claro ejemplo de 'negación expletiva'» (pág. 26). El activo y comprometido académico está de principio a fin en este libro, mostrando una actitud tolerante admirable que insisto en ponderar recordando el titular de una entrevista que se publicó en El País, hace más de diez años, cuando fue elegido miembro de número: «El error de hoy puede ser norma de mañana». En otra entrevista, espléndida, que le hizo Yolanda Gándara en 2016 para Jot Down, fue terminante: «Para los que somos profesores de lengua hay una palabra que en nuestras clases no empleamos nunca, que es la palabra «correcto». Esa palabra para un lingüista no tiene mucho sentido.» Su pensamiento como académico se advierte en «Purismo, misoneísmo» (pág. 311) y, de otro modo, en «Casi dos kilos por una palabra» (pág. 163); y muy palmariamente cuando constata que las lenguas «se van internacionalizando, también la nuestra, y no solo no debemos lamentarlo, sino más bien lo contrario» (pág. 110), o cuando se defiende ante una corrección inconveniente, pero reconoce que «el numantinismo tiene sus límites, y el hablante es un ser en sociedad» (pág. 146). Ese académico que ingresó con un discurso sobre los discursos académicos nos ofrece una nótula erudita que apostilla su brillantez en «Una rareza» (pág. 309); el académico que, a propósito de una «explicación de voto» en una sesión de trabajo en la RAE, sostiene que en la gramática el asamblearismo está fuera de lugar (pág. 322). Y también en Medir las palabras está el prestigioso estudioso dieciochista, que echa mano de autores y obras de la época ilustrada para contar sucintamente la vida de la palabra francesa poissarde (pág. 151); o que en «Gandumbas» (págs. 156-162) hace alusiones pertinentes a Leandro Fernández de Moratín y a sus contemporáneos, y nos invita a dar un paseo delicioso —y muy al día— por nuestra historia literaria hasta el siglo XX; o en «Vacuna» (pág. 355)... ¿Quién fue el inventor de la palabra quirófano? (pág. 96), ¿es mejor escribir adónde o a dónde? (págs. 278-281), ¿acepta la Academia iros en lugar de idos? (pág. 322-325) son algunas preguntas, entre muchas, que se responden con la lectura de este libro lleno de amenidad y de rigor, a lo que hay que sumar el mérito de hacerlo con una disciplinada brevedad que, tal en el caso del artículo de un diccionario, conlleva «sus buenos ratos de pesquisas» (pág. 12). Más que medir las palabras. Mucho más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario