El pasado sábado 27 estuve por la mañana en Ribera del Fresno, el pueblo natal del poeta y magistrado Juan Meléndez Valdés (1754-1817), para asistir a la proyección en el Auditorio Municipal de la grabación de la única representación, por el momento, de la obra de teatro popular Batilo. El poeta de las luces, una producción de la compañía Teatro del Agua y de la empresa +magín, que tuvo lugar el sábado 18 de noviembre de 2023, hace ya más de dos meses. Ya en casa, y con el propósito de escribir algo, una especie de crónica, sobre mi experiencia, pensé en la relación que se puede llegar a dar entre un objeto de estudio y sus circunstancias externas, alejadas muchas veces del hecho estrictamente literario o textual. Pensé en las horas de lectura y de escritura sobre la figura del magistrado poeta de Ribera, y cómo esa experiencia personal e íntima, en ocasiones pública en una clase o en una conferencia, puede convertirse en la razón principal de un encuentro con muchas personas que han llegado por otra vía que no es la del estudio —o que no es el mismo estudio— a una satisfacción parecida. En bastantes años —la primera vez fue en agosto de 1988—, casi todas las ocasiones en las que he estado en el lugar en el que nació Meléndez Valdés ha sido por eso, por ser la cuna de quien escribió lo que me ha interesado durante mucho tiempo; y resulta de gran complacencia congeniar con tantos otros que, simplemente, se fijan solo en que tu asunto de trabajo es un personaje histórico relacionado con el sitio al que vas. En todas esas ocasiones me he sentido conmovido; y han sido muchas: en 1998, en 2004, en 2018... Pero el sábado pasado fue algo especial, por la emotividad de comprobar la implicación de muchos en algo que uno siente de manera solo particular. La complicidad de decenas de personas del pueblo en una representación al aire libre, en la Plaza de la Iglesia, que puso a «Meléndez Valdés en el escenario de Ribera del Fresno», subtítulo del montaje dirigido por Francisco Blanco Aguado, también experimentado actor y productor de la compañía de Villafranca de los Barros Teatro del Agua. Hay tradición teatral en Ribera, y se notó en el entusiasmo y las ganas que pusieron todos los participantes en levantar un espectáculo tan digno en tan solo cinco semanas escasas, desde la escritura del texto (por José María Lama), con romance de ciego incluido, hasta los ensayos con más de veinte actores con papel, más de treinta figurantes, entre los que había una decena de niños y niñas, una bailarina, un guitarrista y un cantaor. La mayoría de ellos no tan avezados en el teatro aficionado como los de la asociación ribereña Batilo Teatro, que montaban en esos días una Yerma, y que incluso algunos quizá pudieron participar en la conmemoración de los doscientos cincuenta años del nacimiento de Meléndez, en agosto de 2004, cuando se llevó a escena El último poema (Delirio de ausencia de Juan Meléndez Valdés), un texto del dramaturgo Miguel Murillo escrito para la ocasión. Veinte años después, Batilo. El poeta de las luces ha sido, por encima de todo, la representación de un tesón popular, un logro colectivo bien dirigido, y sostenido por un par de actores de más experiencia, Joaquín Hernández Morales (Meléndez) y Mª Carmen Báez (Memoria), con recursos muy bien resueltos, como la música en directo (Juan Carlos Sánchez canta un villancico, y a la guitarra Cándido Perera), como un rap que resume los hitos vitales del personaje y de la obra, y con una tarea de producción para la que personas como Rosana Pavo Gómez, bibliotecaria municipal, o Juan Francisco Llano, cronista y guía turístico, y con papel en el elenco, se han entregado con una pasión que ha logrado una recreación histórica con un innegable valor, diré, pedagógico, por el reconocimiento del personaje incomprendido, por una cierta «reconciliación» de la opinión pública más cercana al personaje histórico, al que se le da la oportunidad de explicarse ante todos: «—Me han considerado un pusilánime y un hombre sin voluntad, sometido a cambios continuos…. Y no es cierto. Mi único norte fue eliminar de mi tierra la superstición, la mentira, la intolerancia, la calumnia, el egoísmo, la miseria… Y ahí sí fui obstinado y perseverante. […] Y me situé donde mejor pudiera impulsar las reformas, a pesar de no ser siempre el lugar más cómodo para la vida… Aunque acabara costándome la calumnia, la cárcel, la incautación de mis bienes, el destierro, la agresión o el exilio» —dice el personaje en la última escena ante la Memoria que pregunta a los espectadores: «—[…] ¿Debemos cambiar nuestra opinión sobre el ciudadano Meléndez Valdés, un ilustrado que colaboró en traer nuevas ideas, menos fanáticas, más tolerantes, más humanas, a nuestra España? ¿Debemos enorgullecernos de Juan, el hijo de Juan Antonio Meléndez, el del Estanco del Tabaco, y de Marí Ángeles Díaz, los de la calle Larga? ¿Debemos sentirnos honrados de ser las paisanas y los paisanos de un extremeño universal nacido en Ribera del Fresno, de Juan Meléndez Valdés, de Batilo, el poeta de las Luces?». Creo que la amonestación de la Memoria al final de la obra hizo efecto en los ribereños con los que compartimos el sábado una experiencia sobresaliente, que, además, culminó en una comida con quienes participaron en una representación popular que debería asentarse como homenaje instructivo y periódico de Ribera a su hijo ilustre.
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