No creo que extrañe a quien haya leído esta deliciosa novela de Ivan Doig que titule así esta nota de lectura. No, si recuerda cómo el maestro de escuela Morris Morgan sumergió en el estudio del latín al protagonista-narrador, Paul Milliron, cuando este tenía doce años: «como se introduce la mecha de una vela en la cera» (pág. 185). Cómo vive el personaje el aprender una lengua que proporcionaba a su mente «un lugar adonde ir, donde podía instalarse y explayarse largo rato» (pág. 185), a pesar del peligro de resultar pedante, compensado con ser un pedante mucho mejor. Y cómo lo vive ese maestro que, fuera de horario, sigue enseñando «pese a que debía de preferir descansar en su casa con los pies en alto» (pág. 220), y que escribe en la pizarra una frase de Copérnico (Lux desiderium universitatis) para que su pupilo la traduzca, con la recomendación de que no lo haga necesariamente en tres palabras, y que tampoco amontone verbos pasivos, pues la frase tiene «un equilibrio encantador» (pág. 222). «—Todo quiere que haya luz», dice el discípulo; que vacila: «—Todo desea…», «—Todo ansía la luz». El maestro le dice: «—Estudias latín, Paul, no adivinación», y le anima a que siga trabajando en la frase, pues cuando uno trabaja con una lengua un principio rector es hacerlo desde el interior de la palabra hacia el exterior, para encontrar el equivalente, incluso aplicando en la frase otros sentidos parecidos, para apropiársela, para hacer propio el significado. En lugar de traducir Caesar omnia memoria tenebat como «César tenía todas las cosas en la memoria», atreverse con algo más fuerte: «César lo recordaba» (pág. 332). En ese momento crucial de la novela y del proceso de formación del personaje junto a sus hermanos, el latín se convierte en un asidero, en algo tan deseado como para presentarse en la escuela muy temprano comiéndose las uñas por las ganas de aprender, en el regocijo de debatirse «con la selva de preposiciones que se añadían a los pronombres pero nunca a los nombres» (pág. 253) o de avanzar «a un paso tan apremiante que el vocabulario que iba aprendiendo siempre quedaba atrás, mordiendo el polvo» (pág. 221). Una temporada para silbar (Traducción de Juan Tafur. Barcelona, Libros del Asteroide, 2011) es una novela que envuelve por la manera en que se evocan desde la edad adulta los recuerdos de niño, que nos gana por su homenaje a la escuela pública y rural, que atrae por la construcción de los personajes, y que tiene innegables valores. Y, además, el hallazgo memorable de una sutil segunda acción en forma de elogio de una lengua clásica. Una amiga cercana y querida, que conoce mis lagunas en novela extranjera, acertó con su regalo y se lo agradezco.
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