Desde hace algunos años, más de una década, vengo poniendo aquí algún recordatorio de la celebración del Día Mundial del Teatro. Me gusta leer cada año el discurso que escribe alguna personalidad destacada, y siempre me ha preocupado cómo se difunde un texto que se traduce a decenas de idiomas desde el original y sobre el que el Instituto Internacional del Teatro (ITI) no recomienda cuando lo encarga que debe estar bien escrito. Este año, en el árabe del Egipto natal de la actriz Samiha Ayoub, lo que dificulta saber la calidad del texto de partida. El de llegada es el que nos preocupa a los hispanohablantes, y este año, me ha costado decidirme por una versión, que es la que pongo aquí: «Les escribo este mensaje en el Día Mundial del Teatro, y abrumada por la alegría de hablarles, cada fibra de mi ser tiembla bajo el peso de lo que todos sufrimos —artistas teatrales y no teatrales— desde las presiones demoledoras y los sentimientos encontrados en medio del estado del mundo actual. La inestabilidad es un resultado directo de lo que atraviesa nuestro mundo hoy en día en términos de conflictos, guerras y desastres naturales que han tenido efectos devastadores no solo en nuestro mundo material, sino también en el espiritual y en nuestra paz psicológica. Les hablo hoy mientras tengo la sensación de que el mundo entero se ha convertido como en islas aisladas, o como barcos que huyen en un horizonte lleno de niebla, cada uno de ellos desplegando sus velas y navegando sin guía, sin ver nada en el horizonte que lo guíe y, a pesar de ello, continúa, esperando llegar a un puerto seguro que lo contenga luego de su largo andar en medio de un mar embravecido. Nuestro mundo nunca ha estado tan estrechamente conectado entre sí como lo está hoy, pero al mismo tiempo nunca ha estado más disonante y más alejado el uno del otro que hoy. He ahí la dramática paradoja que nos impone nuestro mundo contemporáneo. A pesar de lo que todos estamos presenciando en cuanto a la convergencia en la circulación de noticias y comunicaciones modernas que rompió todas las barreras de las fronteras geográficas, los conflictos y tensiones que vive el mundo rebasaron los límites de la percepción lógica y crearon, en medio de esta aparente convergencia, una divergencia fundamental que nos aleja de la verdadera esencia de la humanidad en su forma más simple. El teatro en su esencia original es un acto puramente humano basado en la verdadera esencia de la humanidad, que es la vida. En palabras del gran pionero Konstantin Stanislavsky: «Nunca entres al teatro con barro en los pies. Deja el polvo y la suciedad afuera. Deposita en la puerta de entrada, junto con tu ropa, tus pequeñas preocupaciones, disputas, tus insignificantes dificultades y todas las cosas que arruinan tu vida y desvían tu atención de tu arte». Cuando subimos al escenario, lo hacemos con una sola vida dentro de nosotros, pero esta vida tiene una gran capacidad de dividirse y reproducirse para convertirse en las muchas vidas que transmitimos en este mundo para que exista, florezca y esparza su fragancia a los demás. Lo que hacemos en el mundo del teatro como dramaturgos, directores, actores, escenógrafos, poetas, músicos, coreógrafos y técnicos, todos nosotros sin excepción, es un acto de creación de vida que no existía antes de subirnos al escenario. Esta vida merece una mano cariñosa que la sostenga, un pecho amoroso que la abrace, un corazón bondadoso que simpatice con ella y una mente sobria que le proporcione las razones que necesita para continuar y sobrevivir. No exagero cuando digo que lo que hacemos en el escenario es el acto de la vida misma que generamos de la nada, como una brasa ardiente que centellea en la oscuridad, iluminando la oscuridad de la noche y calentando su frialdad. Nosotros somos los que le damos a la vida su esplendor. Somos quienes la encarnamos. Somos quienes la hacemos vibrante y significativa. Y somos nosotros quienes damos las sabidurías para entenderla. Somos los que usamos la luz del arte para enfrentar la oscuridad de la ignorancia y el extremismo. Somos los que abrazamos la doctrina de la vida, para que la vida se propague en este mundo. Para ello ponemos nuestro esfuerzo, tiempo, sudor, lágrimas, sangre y nervios, todo lo que tenemos que hacer para lograr este elevado mensaje, defendiendo los valores de la verdad, el bien y la belleza, y creyendo verdaderamente que la vida merece ser vivida. Les hablo hoy, no solo para decir, no solo para celebrar al padre de todas las artes, el «teatro», en su día mundial. Lo hago para invitarlos a que juntos, todos nosotros, de la mano y hombro con hombro, a que gritemos en voz alta, como estamos acostumbrados a hacerlo en los escenarios de nuestros teatros, dejando que nuestras voces salgan para despertar la conciencia del mundo entero, para buscar toda la esencia perdida del ser humano libre, tolerante, amoroso, comprensivo, gentil y abierto. Y para rechazar esa vil imagen de brutalidad, racismo, conflictos sangrientos, pensamientos unilaterales y extremismo. El hombre ha caminado sobre esta tierra y bajo este cielo durante miles de años, y seguirá caminando. Saca, pues, sus pies del lodazal de las guerras y de los cruentos conflictos, e invítalo a dejarlos en la puerta del escenario. Quizás nuestra humanidad, que se ha ensombrecido en la duda, alguna vez vuelva a convertirse en una certeza categórica que nos haga a todos verdaderamente aptos para sentirnos orgullosos de ser humanos y de que todos somos hermanos en la humanidad. Es nuestra misión, los dramaturgos, los portadores de la antorcha de la ilustración, desde la primera aparición del primer actor en el primer escenario, estar al frente para enfrentar todo lo que es repugnante, sangriento e inhumano. Lo confrontamos con todo lo que es bello, puro y humano. Nosotros, y nadie más, tenemos la capacidad de difundir vida. Propaguemos esto juntos por el bien de un mundo y una humanidad». Samiha Ayoub [Traducción del Centro Colombiano del ITI]
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