Como ya escribí aquí, ando desde hace tiempo con un escrutinio emocionante que procurará destacar con orgullo el patrimonio bibliográfico de la Universidad de Extremadura, ahora que vamos a conmemorar los cincuenta años desde su creación. No tenemos grandes joyas; pero mi primera conclusión es que conozco pocos casos en los que —insisto—, casi ex nihilo, sin desamortizaciones ni donaciones, se haya llegado a crear una biblioteca como la que tenemos. A falta de incunables, ahora me fijo en un modesto tesoro que albergan los estantes del depósito de la Biblioteca Central de Cáceres y que existe desde un año antes de la fundación de la universidad extremeña. Es un conjunto de mecanoscritos de los finalistas del Premio Cáceres de Novela Corta entre los años 1972 y 1976 que contiene primeras versiones de textos que luego pudieron llegar —o no— a ser publicados, y de autores de diversa trayectoria y con notable presencia en el panorama literario de finales del pasado siglo. Fue el profesor Ricardo Senabre quien impulsó aquel premio y quien tuvo la idea de solicitar permiso por escrito a los finalistas del Cáceres de Novela Corta para que dejasen un ejemplar de su novela depositado en la Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras. En una entrevista que le hice en 1999, me dijo —en la imagen de arriba Senabre hablaba conmigo— que conservaba cartas de muchos autores en las que se mostraron encantados por formar parte de ese archivo de originales, y que le parecía muy interesante que se conservase una versión temprana de lo que luego podría ser una novela publicada de un autor de renombre; que podría ser objeto de estudio de algún filólogo en el futuro. En ese selecto fondo, por ejemplo, tenemos novelas mecanoscritas del cubano Matías Montes Huidobro (1931-2022), que enviaba sus originales desde Hawai, donde residía; del también recientemente fallecido novelista Raúl Guerra Garrido (1935-2022); del añorado José Antonio Labordeta (1935-2010); o del llorado cacereño de Acebo Jesús Alviz (1946-1998). Títulos que años más tarde se publicaron, como Segar a los muertos (Miami, Ediciones Universal, 1980), La sueca desnuda (Gijón, Ediciones Noega, 1983), El comité (Editorial Ayuso, 1986) o He amado a Wagner (Cáceres, Autoedición, 1978), de esos autores citados, en ese orden. Del aragonés Labordeta hay otro original de una novela titulada Cada cual que aprenda su juego, que publicó Ediciones Júcar en 1974, y que he visto que ha tenido un recorrido que cualquier estudiante de Grado podría rastrear, así como tantos de estos mecanoscritos cotejables con sus versiones posteriores. Algo se podría sacar de una noticia publicada en un blog que remitía a otra sobre la publicación de En el remolino (Barcelona, Anagrama, 2007) en la que se decía que era una novela que tuvo su punto de arranque argumental en que «un prestamista se había ido haciendo con el dinero y las tierras de la gente de un pueblo de la sierra de Albarracín y en el momento del alzamiento franquista, las clases medias fueron directamente a matarlo para quitarle los títulos de propiedad». Entonces, Labordeta transformó aquella idea en una novela corta que incluso se quedó a las puertas de ganar un premio en Cáceres; que no lo ganó «por la cobardía del jurado», y que finalmente fue editada «muy mutilada por la censura» por una editorial asturiana, con escasa repercusión. Se cuenta en ese mismo sitio que aquella primera edición, con el título original de Cada cual que aprenda su juego (1973), estaba integrada por la novela y varios cuentos de corte «rulfiano», y que Labordeta corrigió para su nueva edición faltas de ortografía, erratas y repuso las partes censuradas. Pues bien, el punto de arranque de todo eso está en la Biblioteca Central de la Universidad de Extremadura en un modesto y preciado fondo de mecanoscritos. Interés tiene.
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