Anoche, en el Gran Teatro de Cáceres, Jerusalem, la obra de Jez Butterworth (1969), en un montaje excelente de Teatro del Noctámbulo dirigido por Antonio C. Guijosa (ya le vi en Cáceres su Contra la democracia y en Mérida su Tito Andrónico), con traducción y versión de Isabel Montesinos. Han tenido que pasar más de cuarenta años para saber que lo que escuché en casa de un amigo de mi juventud era el himno que da título a esta obra en un disco — Brain Salad Surgery— de Emerson Lake & Palmer, que creo recordar tuve grabado en una cinta de casete de aquel tiempo. «No cesaré en el Combate Mental, / No dormirá la Espada en mi mano: / Hasta que Jerusalén se haya alzado/ En Inglaterra, sus verdes felices tierras», terminan los versos de William Blake —por la traducción de Bel Atreides que tengo de Milton. Un poema en DVD poesía de 2002— que se convirtieron en un extraoficial himno nacional inglés compuesto por Sir Hubert Parry. Solo conocía por referencias una obra tan celebrada desde su estreno en Londres en 2009 y sabía que se había representado en España cuando leí una reseña en El País de Marcos Ordóñez —al que echo en falta—, y me alegro mucho de que una compañía extremeña con tan buen ojo programador como la del Noctámbulo nos la haya traído tan cerca. Es un texto teatralmente muy interesante y que juega con una baza principal que es su sustancia tragicómica. Risas, festín y drogas, violencia y drama. Sin conocer las obras de Butterworth, creo que su teatro propone una resistencia y una radicalidad que está en su tradición desde Shakespeare y que hay toda una simbología en ese Johnny Byron «El Gallo» que resiste en su particular bosque de Brocelianda. Gusta su aguante. Es indiscutible la solvencia de una compañía como Teatro del Noctámbulo, con casi treinta años de trayectoria llena de merecidos reconocimientos; pero no creo que sea un demérito para nadie insistir aquí en que el conjunto se sostiene por el descollar de su principal actor y uno de sus fundadores, José Vicente Moirón, que propicia algo muy naturalizado entre el público teatral extremeño —hablo por mí, y espero que también por el no extremeño— y que es el efecto «cabeza de cartel», por el cual el personal acude motivado principalmente por un intérprete tan grande. Arropado por un elenco que hace más grande todo. Y es que la compañía se ha atrevido en estos tiempos a poner en escena a ocho actores que se han echado a la espalda a trece personajes, algunos, como Carmen Mayordomo, a tres —incluido el descuido en el programa de mano de no recoger su fotito de Dawn, la exmujer de Johnny y madre de Marky, el hijo interpretado por David Espejo, que aportó anoche la novedad del realismo estricto de ver a un menor de edad como actor en una obra de adultos. Puro teatro. Me pregunté por las razones de alargar hasta casi las tres horas un espectáculo como este. Descartada la complicación de algunas mutaciones —una pancarta que se incorpora a la caravana del «Gallo» tras el primer corte y pocos detalles de recolocación de atrezzo—, se me ocurre que el gran esfuerzo del actor principal precise de unos minutos restitutivos. Podría ser. No sé. Sin embargo, se ha preferido romper la tensión dramática y tener al público durante un tiempo demasiado largo ajeno completamente a la magia mientras descarga la vejiga, lee y responde los mensajes del teléfono o se levanta y conversa con los amigos. Que digo yo que con una pausa podría bastar —y ni eso—, pues el público resiste encantado incluso sin parones dos y tres horas en las salas de cine, y no pasa nada. Eso creo yo; a menos que haya otras razones inexcusables. En fin, un gusto ver a José Vicente Moirón haciendo piña con sus compañeras y sus compañeros de reparto como un chaval entusiasmado por lo hecho. Me llevo para el martes a mi clase un ejemplo contemporáneo más de aquella antigualla de las unidades dramáticas en el teatro, la de acción, la de lugar y la de tiempo, que para la pieza de Butterworth es el día de San Jorge. Qué buena —e innecesariamente larga— obra de teatro.
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