domingo, junio 12, 2022

Tartufo

El montaje que vimos anoche en la Plaza de San Jorge del Tartufo de Molière, en el XXXIII Festival de Teatro Clásico de Cáceres —que ha comenzado con muy buen pie—, me llevó a rescatar días antes una singular edición que tengo de esa obra, publicada junto a La escuela de los maridos, con el título de El hipócrita. Lo singular no es solo que sea uno de los tomitos de la popular colección Cisneros de Ediciones Atlas, con un estudio preliminar de don Marcelino Menéndez Pelayo, sino que el texto es el de la versión en octosílabos que publicó el escritor felizmente volteriano José Marchena (1768-1821) en 1811. Fue prohibida su lectura y su representación en 1814, que reparó el Trienio Liberal, para volver a ser censurada en 1824. Se reeditó en 1836 y en 1860, y yo tengo una reedición de 1944 presentada por el historiador de los heterodoxos españoles, entre los que estaba Marchena. Otra versión bien distinta, pero no menos importante, es la que ha hecho Ernesto Caballero para mostrarla al público del siglo XXI en un montaje que ya adelanto que considero notable como lectura de un clásico y demostración del arte escénico en el que tantas personas participan, desde la iluminación, la decoración o la confección del vestuario, hasta la cara más visible de quienes interpretan su papel frente al público. Un año más, se quedó pequeño el graderío de la Plaza de San Jorge en una noche en la que habríamos agradecido mayor distancia de seguridad —se vieron algunas mascarillas— entre el público, es decir, que corriese más el aire. Entradas agotadas. Ya comenzó a pintar bien el asunto cuando se hizo el silencio al salir a escena una chica con bata blanca de limpiadora y con una mopa que pasó por el suelo del escenario, justo cuando escuchamos el aviso grabado de «Faltan cinco minutos para que comience la representación». El personal, por lo extemporáneo, mostró cierto regocijo y desenfado, que fue el que tomaron —pasados los cinco minutos— los actores para mostrarse como si fuesen unos cómicos que venían a representar a Cáceres una obra de Molière, un clásico antiguo que ninguno sabe cómo va a tomarse el respetable. Este discurso es el que pone en marcha la obra con la preocupación por el lugar del teatro clásico en nuestro tiempo, y la reflexión sobre la mentira, y el juego argumental entre apariencia y realidad llevado al marco metateatral, con un actor conocido —Pepe Viyuela— que interpretará su papel de famoso para afrontar el del mentiroso, cuestionándose a sí mismo como intérprete, hasta el final de una obra que arranca con la hilarante escena de Dori (Dorina) sorprendida por ver al «calvo de la tele» —el «Chema» de Aída—, sorprendiendo —y no sé si incomodando a los puristas—, y que, sin embargo, resulta sabiamente acorde con el personaje de la criada resolutiva del texto de Molière, cuyas intervenciones marcan los cambios de ritmo de la acción, como ocurre con la interpretación sobresaliente de la joven María Rivera, que hace de una secundaria principal, la chica de la mopa y de la bata. La explotación de la figura de un gran primer actor como Pepe Viyuela —que ocupa el falso brillo del cartel promocional— obliga al director a tenerlo en escena desde el principio —como Pepe y como la señora Pernelle, madre de Orgón—, pues su personaje, de lo contrario, no saldría a escena hasta el principio del acto tercero de la pieza. Un acierto, obviamente, y ocasión justificada para el lucimiento de tan imponente actor que sabe equilibrar su incuestionable vis cómica con los rasgos de un villano despreciable, el falso devoto que engaña a un Orgón que vive fuera del mundo más que por su «necia bondad», por su mera y simple necedad, bien mostrada por un experimentado Paco Déniz, que comparte con Silvia Espigado, estupenda en el papel de su esposa Elmira, la caracterización indirecta y el sostenimiento del enredo dirigidos hacia Tartufo. Jorge Machín como Damis, el hijo, Estíbaliz Racionero como Mariana, la hija, Javier Mira como Valerio, su pretendiente, y Germán Torres como Cleante, cuñado de Orgón, completan un elenco que contribuye a la solidez de este montaje como expresión moderna de la lectura de un clásico controvertido en su tiempo. Expresión moderna, como toca en el nuestro, de complementos como el vestuario, de objetos como un teléfono móvil, o los espejos de camerino que recuerdan siempre el marco en el que nos movemos, o en el tik tok que las actrices y los actores hacen como un nuevo modo de saludo casi final. Por cierto, el texto base que ha manejado Ernesto Caballero para su propuesta ha sido el de José Marchena. Qué cosas. Otra agradable noche de teatro en buena compañía.  

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