Aquella mañana volví a constatar que vivo rodeado de cosas que no sé nombrar. Es una incómoda ignorancia que siempre me ha parecido una forma de desperdiciar la vida. Saludo con frecuencia y familiaridad a árboles que no sé cómo se llaman y eso me genera un malestar que tendría fácil remedio a poco que dedicase un rato a estudiar o a preguntar a quienes saben. En algún sitio que ahora no recuerdo mencioné algo parecido escrito por Muñoz Molina, que aludía a esa forma de ceguera de quien pasea por el campo sin saber cómo se llaman las flores que tiene delante. Ahora sé que hay herramientas en el teléfono que solucionan eso. Aquella mañana, después del paseo, volví a casa, como siempre, con la prensa en las manos, con esos papeles —todavía— que sigo trayendo aquí como si tuviese alguna necesidad de conectar con la realidad, cuando la realidad que me viene del periódico ya pasó hace muchas horas. Es una realidad sobre la que también me faltan palabras para nombrarla. No sé cómo decir sobre la violencia, sobre la mentira, la ambición, que ya están dichas; y no sé cómo comprender algo así y verbalizarlo más allá de esa manera de nombrar sin mayor reflexión; pues reniego de la opinión marcada y dirigida de las tertulias que nos viene de los medios y de los extremos. Descreo de todo menos de la mirada de un perro abandonado. Descreo de esa forma de escribir, de la deslealtad, de la falta de confianza de alguien que te agradece algo cuando piensa de ti que eres un mierda; o peor, un librepensador. Para eso sí me han salido las palabras y la casi paranomasia. Miércoles, que fue cuando rescaté esta nota de mierda.
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