Suelo repetir, al analizar textos poéticos con mis estudiantes, una idea que le escuché en clase a Juan Manuel Rozas hace muchos años y que él puso por escrito en un excelente artículo sobre un poema de Bécquer: cómo la asonancia del texto favorece una sugerencia de vuelo o fuga que no se lograría con las ligaduras sonoras de la rima consonante. La rima consonante ata más que la asonante, repito en clase. Y no digamos ya en relación con el verso blanco o suelto. Estoy leyendo sobre asonancias por ver si saco adelante un articulino sobre un texto del siglo XVIII. No hace mucho que leí un extraordinario trabajo de Rodrigo Olay Valdés: El endecasílabo blanco: la apuesta por la renovación poética de G. M. de Jovellanos (Oviedo, Instituto Feijoo de Estudios del Siglo XVIII, 2020), y ando —sigo— sensible en asuntos de métrica. Lo mejor que he visto ha sido gracias al primer Discurso sobre las tragedias españolas (1750) de Montiano y Luyando, que para justificar el verso suelto con el que escribió su tragedia Virginia, dijo que bien sabía él que lo que gusta siempre es la consonancia, por lo que «ata». Y empleó este verbo. Y lo mejor lo he buscado en donde Montiano me dijo, en la dedicatoria de la traducción de la Aminta de Tasso que hizo Juan de Jáuregui (Roma, Esteban Paulino, 1607) mayoritariamente en versos blancos: «Bien creo que algunos se agradarán poco de los versos libres y desiguales; y sé que hay orejas que, si no sienten a ciertas distancias el porrazo del consonante, pierden la paciencia y queda el lector con desabrido paladar, como si en aquello consistiere la sustancia de la poesía». Qué hallazgo lo del «porrazo del consonante» fechado el 15 de julio de 1607, que tan bien vendría a los que no ven la sustancia poética en versos como «¿Y si nos vamos anticipando /de sonrisa en sonrisa / hasta la última esperanza?», de Alejandra Pizarnik, del principio de un poema que se titula «Mucho más allá». Bueno todo.
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