¿Quién no ha aplaudido a su hijo después de desafinar en una función escolar? ¿Cuántas veces hemos tenido que aguantar a un sacerdote con su retórica vacua en el responso del amigo muerto? ¿Quién no ha soportado una conferencia plúmbea por compromiso? Como no soy de esos espíritus puros de convicciones profundas —de los de corbata ni muerto o de los de con corbata hasta la muerte—, y me creo que la vida es un valle de tolerancia y tragaderas, con las sonrisas y lágrimas consabidas —esa vida—, he vuelto a leer un libro malo solo porque me lo pidió quien lo firmó. Mi conclusión no es nueva. Lamento que se trate con tanto descuido un texto escrito con la mejor voluntad. Todo el empeño imaginativo de una buena historia —que no ha sido el caso— y toda voluntad estilística —estimable en algunos momentos, pero pocos— se van al traste por los errores y las torpezas formales que condenan con razón obras así a ese almacén superpoblado de los subproductos. Es una lástima que sigan publicándose tantos libros así, y que, sin embargo, hagan felices a quienes los han escrito y que te los traigan con mucha generosidad para que los leas. Me condiciona mucho el descuido en aquello que podría tener otros valores. En cualquier caso, suele coincidir la torpeza formal con unos contenidos irrelevantes. Me acuerdo de un profesor que no dio la matrícula de honor a un compañero porque este puso tilde a la segunda i de «lingüista». Pero no es esto. Aquí no se trata de penalizar por un desliz lo que es excelente; sino de lamentarse por la ignorancia y la incuria en una relajada exigencia en la creación literaria. Por supuesto, no quiero demostrar lo que digo, y no voy a dar nombres ni títulos que solo añadirían malestar o regodeo insano. Casi siempre he utilizado un canal privado para dar mi mala opinión de un libro. Habrá quien considere cortesía acusar recibo con encomio de una obra por correo particular y, al tiempo, creer que es una responsabilidad destrozarlo en una reseña pública. Lo que escribo por un escrito malogrado es solo la expresión de un deseo. Y razones de sobra tengo para celebrar la buena literatura.
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