Cuando leí en el capítulo 12 de este libro «un ejercicio de la memoria» (pág. 236), ya tenía anotado algo casi igual para un posible título de una entrada aquí. Exactamente, «un brillante ejercicio de memoria» es como se me ocurrió calificar las narraciones reunidas por Gonzalo Hidalgo Bayal en su nuevo título, Hervaciana (Barcelona, Tusquets Editores. Colección Andanzas, 996. 2021). Como quizá tendría que explicar que no es estrictamente eso —aunque sí estrictamente «brillante»—, y por si el lector interpretaba que el yo narrador es el del autor histórico, propongo un rótulo referencial sin nada especulativo. «Hervaciana», pues. De esta manera me reafirmo en lo que dije hace un tiempo sobre que «cada vez me preocupa menos saber si en sus novelas hay un hecho biográfico o no lo hay; pues lo que vale es la pura ficción y el afán narrativo […]. La verdad es que lo que más me interesa como lector es cómo envaina o blanquea un novelista la experiencia vivida en el hueco o en el líquido, según sea, de su escritura libérrima y suprema.» Y ahora es cuando toca irme por la rama tonta de fijarme en el número por el que anda la colección en la que se publicó esta obra de Gonzalo Hidalgo Bayal, y que, ya puestos —y como el número 1000 se ha reservado para un autor tan relevante como Haruki Murakami—, digo yo que a Gonzalo no le habría importado ocupar el 969, tan inclinado como es a las correspondencias especulares y capicúas, a la cábala humana y sencilla del cómputo y de la cifra. Desde que leí la dedicatoria («A Felipe Hernández Jiménez»…) y las primeras líneas de estos relatos sabiamente trenzados en los que salen la poesía de Juan Ramón Jiménez y Mientras agonizo, de William Faulkner, sentí como un vínculo íntimo con lo escrito. No porque los nombres y títulos comprobables hiciesen más biográfica y referencial la narración, sino por la confirmación de la importancia que tiene en la escritura de este autor —y de tantos— la rebusca en la memoria para tejer una red de sutiles claves que se han venido repitiendo casi desde el principio de su trayectoria literaria. Por eso quizá el narrador de Hervaciana alude tanto a que ya ha hablado en otros sitios de determinado asunto, o se siente incómodo por hablar «a estas alturas». Es solo que quiero subrayar la importancia que —por hache o por be—, en la narrativa de GHB, tiene la memoria o la conciencia sobre el ejercicio de la memoria, sea el relato en tercera persona o en primera, que es expresión al parecer más grata al autor en los tiempos que corren. En tiempos, preciso, en los que el autor mira desde más lejos hacia lo vivido, desde La sed de sal (2013) —Travel mediante—, Nemo (2016) o «Las lágrimas de Miguel Strogoff» (Turia, núms. 137-138, marzo-mayo 2021, págs. 240-250), que es un yo más yo, como diría Luis Landero, sin llegar a «yoyear». Aunque yo, sin categorizar nada, tengo mi punto de partida en aquel cuento de Gonzalo titulado «Luz de agosto» y publicado en El País el sábado 2 de agosto de 2008 en la página 9 de la Revista de Verano de su edición en papel. Habría que tratar con tiempo esta manera de abordar la ficción, y que tiene en Hervaciana la penúltima muestra brillante. En el recomendable racimo compacto de trece retratos en los que el narrador es el verdadero protagonista, y convierte como quiere atisbos de recuerdos en personajes de novela, en dramatis personae de un pasado hecho aquí presente. «A estas alturas», no dice nada uno por recomendar la lectura de unas páginas —este presente— que procuran sin pausa tanto disfrute.
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