viernes, enero 14, 2022

Los años extraordinarios

Leyendo Hervaciana (Barcelona, Tusquets Editores, 2021), de Gonzalo Hidalgo Bayal, me pregunté en qué otra obra de reciente lectura me había topado con otro personaje llamado Zamora. Me preocupa que mis arrebatos de entusiasmo se aplaquen con el tiempo por culpa de otros quehaceres o de otras lecturas, con lo a gusto que se queda uno cuando comparte una alegría casi de inmediato. Es lo que reavivó el pasado domingo J. que, después de comer, se metió en mi despacho a fisgonear en los libros al uso, porque ahí siempre pesca algo que le interese, y sacó a la superficie la delirante y divertida novela de Rodrigo Cortés Los años extraordinarios (Barcelona, Penguin Random House Grupo Editorial, 2021). Precisamente, la obra en la que yo había leído que el personaje de una niña se llamaba Zamora («Me llamo Zamora así de nombre es raro ya lo sé no pasa nada», pág. 238). Me puso de buen humor volver a ver ese libro. En realidad, me pone de buen humor siempre Rodrigo Cortés, aunque tenga películas inquietantes como Concursante (2007), su primer largometraje, o Buried (Enterrado) (2010); pero es la frescura de su talento la que me gana. Me parece un creador brillante, sobre el que escribí invitado por la revista Versión Original, que dedicó su número 300 (febrero 2021) a óperas primas, y motivado también por la lectura de la novela de Cortés Sí importa el modo en que un hombre se hunde (Madrid, Editorial Delirio, 2014), casi nacida en paralelo a un guion al que necesariamente había que someter a una importante poda. El libertinaje novelesco se imponía a la constricción del producto cinematográfico. Pero para libertinaje el de Los años extraordinarios como el relato de alguien (Jaime Fanjul Andueza, nacido en Salamanca en 1902, cuando esta ciudad «aún no tenía mar») que cuenta su propia vida con el desenfado que da la primera persona de los grandes títulos de nuestra novela picaresca o las páginas del Miguel Gila de Y entonces nací yo (1995), por mencionar solo dos ejemplos de una vasta tradición literaria por la que desfilan sin mostrarse Valle-Inclán, Quevedo, Flaubert, Jardiel Poncela, David Lodge o Gómez de la Serna, además de la novela bizantina. Un gazpacho tan inoperante como innecesario de rastrear en un relato en el que el narrador expresa, a través de los viajes, por ejemplo, la santa voluntad de su dominio sobre el hilo y la secuenciación de lo narrado. Al lector no le cabe más que aceptar los imposibles fantásticos junto a, con naturalidad, la reflexión cabal sobre los seres humanos o la vida —la novela.  El inteligente autorretrato confesional de un ente de ficción que escribe, se enamora, viaja por todo el mundo, vive la guerra de los de Alicante contra España o trabaja en un taller en el que se estropean aparatos de toda clase. Me apetecía detenerme sin ninguna disciplina en esta estimulante obra de Rodrigo Cortés, quizá como otra manera de lamentar que esos mis arrebatos de entusiasmo se pierdan por culpa de otras tareas. Aunque uno también se queda bien a gusto cuando comparte su alegría pasado un tiempo. Y no mucho tiempo.

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