jueves, octubre 14, 2021

Cuaderno de Perugia (VI)

Una buena recomendación me hizo Luigi para volver en coche desde Pisa. Dejar autopistas y autovías y adentrarme por carreteras provinciales en el interior de la hermosa Toscana para visitar San Gimignano y la Abadía de San Galgano, un poco más al sur, camino también de Perugia. Un viaje de vuelta sin prisas, con dos estaciones exquisitas. En la carretera que lleva a San Gimignano desde Camporbiano hay una curva muy peligrosa por ser desde la que se ve un asombroso perfil en el cielo que bien puede llevarte al vacío si no estás atento. Se deja de ver por lo sinuoso del camino que llega hasta la ciudad a la que se accede en un ascensor desde el aparcamiento. Ahí ya está uno dentro de lo que vislumbró a lo lejos y resulta prodigioso. Me dejé llevar por calles y miradores y entré en el Duomo, con muy pocos visitantes a esa hora de un lunes, y quedé impresionado por los frescos que son historia en los muros. No solo lección de arte, sino —más— lección de una Historia Sagrada que se estudia cada vez menos. Hay una comparación del conjunto que forman las altas torres de esa ciudad que se repite mucho y que no me gusta, porque estas estaban antes que los rascacielos modernos que se inspiraron en esta manera de despegar del suelo y beberse el aire. Una hora y poco después llegué a un paraje alucinante en el medio del campo. San Galgano. La afluencia de turismo, supongo que en otras épocas, ha propiciado que los accesos tengan un espacioso aparcamiento, un restaurante en la parte baja del conjunto y un chiringuito muy acogedor en la zona alta del Emeterio en donde me tomé una cerveza y un panini reparadores. Todo es por razón de la existencia allí de los restos de una abadía gótica de cistercienses que no tiene techumbre y que está vinculada a la figura de un caballero, Galgano Guidotti, que dejó las armas y se hizo eremita, y dejó un vestigio real de lo que en la leyenda artúrica es la espada Excalibur. La italiana, que en algún sitio he leído que es la verdadera, está clavada en una piedra y nadie ha logrado extraer —entre otras razones, porque ahora está protegida para que nadie la toque. Le hice una foto y contribuí con cincuenta céntimos —nadie se animó a pesar de estar casi a oscuras— a que la media docena de visitantes viese iluminados los frescos de la capilla aledaña a la nave circular de la ermita. La Abbazia de San Galgano. Cuando llegué a Piazza Vittorio Veneto, mi destino, para dejar el coche, después de hacerle algo más de quinientos kilómetros, me sentí en casa, como con la labor cumplida. Y los deseos satisfechos.



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