De lecturas: pasé buena parte del día leyendo poemas y escribiendo sobre ellos. Además, como casi todos los domingos, dediqué un tiempo considerable a leer la prensa. Primeramente, la diaria; y después, los semanarios, a los que se les nota otra textura, como si quisiesen dejarse ver en días de fiesta. Leí en ellos desde una receta de costillas con chalotas a una entrevista insustancial en la que el famoso responde a la pregunta de qué desayuna. Domingos así traen contenidos atractivos, como un diálogo inteligente sobre el cine y la vida, o la interviú con el inconmensurable José Sacristán sobre la vida y el cine, en la que declara que se siente cercano al que pintó el bisonte de Altamira: «Si ya existe el bisonte, ¿para qué lo pintas? Si ya existe la vida, ¿por qué la representas? Bueno, para eso está el arte». Leí. También a una Rosa Montero de la que a veces me olvido después de cuarenta años de fidelidad y que me recomienda que nos juntemos más con las personas amadas, que hablar y abrazar más es bueno y, con contundencia que «No podemos entregar el mundo sin más a los malvados». Estuve a punto de lanzarme a la calle con ese eslogan. Desgraciadamente, la lectura no terminó ahí, en alto, en primera fila, sosteniendo la pancarta. Tenía que venir el del azulejo de los bares: «Hace un día estupendo, seguro que viene uno y lo jode». Muchas semanas pasa lo mismo en el semanario que leo y el runrún desabrido de un escritor de éxito que no debería quejarse de nada y escribe para quejarse de todo. Deja un poso amargo que dura lo poco que uno tarda en despasar las páginas y volver a los abrazos y a las chalotas. Ni mención vale. De relaciones: el otro día discutí dos veces con mi compañía telefónica. La primera vez se llamaba Carmen, luego terció Lucía, hasta que, finalmente, me enfadé con María Jesús. Creo que no eran reales y que todo formaba parte de un sistema diabólicamente sofisticado —más bien sotisficado— que atiende y soluciona nuestros problemas con algoritmos y circuitos ideados para hacerte creer que tras esos nombres hay personas como tú que compran la fruta en el mercado y sufren por estrés. La primera discusión terminó con una rebaja de veinticinco euros en la tarifa de la que no sé si tendré certeza algún día; de modo que será difícil dar las gracias a Carmen de una gestión que no sé si ha llegado a hacer Lucía.
sábado, septiembre 25, 2021
viernes, septiembre 24, 2021
A 3 tintas
He tardado bastante, hasta hoy, en recoger y pagar mi carpeta A 3 tintas, la tercera serie editada por el artista Hilario Bravo con tres obras de tres mujeres: Isabel Campón, Lourdes Germain y María Jesús Manzanares. Creo que apareció en junio de este año. Como cuenta Miguel Fernández Campón en la hoja introductoria —un A3—, ya Hilario editó una colección de serigrafías impresas a tres tintas en 1988, con obras de Fernando Carbajal, Pedro Valhondo y el propio Hilario Bravo. Luego, en 1991, fueron Juan José Narbón, Valentín Cintas y Andrés Talavero. Ahora, en 2021, he recogido estas tres creaciones muy sugerentes y estimulantes. Escribe Miguel Fernández Campón sobre la representación del cielo en la obra de Isabel Campón, sobre las líneas onduladas de Lourdes Germain, y sobre el fluir de las cosas de María Jesús Manzanares, todo referido a un supuesto temático que es Extremadura, no visible, verdaderamente; pero, si las artistas quieren, «reanimador, revivificador», como dice el crítico. Lástima por las erratas en el texto de Miguel y por que la carpeta no lleve una justificación de la tirada y de las circunstancias de una propuesta así, que conviene difundir, pues se trata de una manera asequible de adquirir arte contemporáneo para tenerlo en casa.
jueves, septiembre 23, 2021
Escribir
Me gusta escribir. Me divierte. A mano, me gusta dibujar las letras como si de cada una de ellas construyese mi manera de ser y de pensar. Espero no perder esta costumbre diaria de escribir sobre un cuaderno en la postura que a veces he imaginado grabada como en esos reportajes sobre algunos escritores o en esas películas en las que un recurso principal es el primer plano de una mano con una pluma que avanza hacia el borde derecho de la hoja de una carta que forma parte de un argumento. Por ejemplo. Lo mismo; pero como un acto íntimo, solo para mí. Una especie de gimnasia sin necesidad de vestirse con nada más que la desnudez de la mano. A máquina es como tocar el piano —mi sueño inalcanzable—; sentir que al movimiento de tus dedos aparece negro sobre blanco en esta pantalla mágica y sideral tu pensamiento que, aunque quede torpe o burdamente expresado, deviene finalmente en tan sencillo encanto. Es admirable que la palabra «teclado» haya extendido su creativa significación musical a la escritura en aparatos y dispositivos, como se dice ahora. He escrito mucho sobre la escritura. Todo está en cuadernos, como uno de junio a octubre de 2020 en el que hay un primer apunte de esta nota. De toda la vida se escribe mejor cuando nadie te dice lo que tienes que escribir. Sabía que había leído algo sobre la escritura y lo he buscado. Es algo que leí en El balcón en invierno de Luis Landero: «Intentar y estructurar me resulta fácil y divertido, casi un juego de niños, y ojalá que la literatura consistiera únicamente en eso, pero escribir ya es otro cantar. Escribir es lo más creativo, lo más gozoso, el soplo que da vida a las figuras aún inertes, lo que sería en el cine poner la cámara en acción o tomar sus pinceles el pintor tras algunos bocetos, pero también es lo más delicado y lo más arduo. Yo siempre me acerco al atril con el temblor del enamorado primero en los albores de una cita» (pág. 21). Habría quedado mejor si hubiese citado un fragmento precioso de una escritora bielorrusa poco conocida, pero es lo que hay. Me gusta escribir. Aprendo.
domingo, septiembre 12, 2021
11-S
Hace mucho tiempo que pensé en pasar a limpio mi antiguo Cuaderno de Islandia, que podría ser el título de una narración extraída de las notas de aquel antiguo bloc azul que hoy he desempolvado y consultado por el insistente y emocionante recuerdo de los atentados de hace veinte años. Por aquel entonces había leído Pasados los setenta, de Ernst Jünger, uno de los volúmenes de Radiaciones, en la traducción de Andrés Sánchez Pascual; y también un reportaje o crónica de Fernando Savater que publicó El País con el título de «El destierro de Odín», de 1999. Más tarde leí La isla secreta, de Xavier Moret, de 2002, y no vi ningún sentido a contar nada de algo tan sabido. Aquel martes 11 de septiembre yo estaba en Reikiavik —en mi notas y recortes del viaje, Reykjiavík—, en casa de M. y M., extraordinariamente acogido en un país a tres mil kilómetros de distancia de Cáceres. Yo vivía en un sótano que era como un apartamento, con baño propio y la compañía de una gata, Snoppa —¿cara bonita?—, que a veces dormitaba sobre el edredón de mi cama y otras se subía a mi mesa mientras yo escribía. Aquella mañana ya estaba en pie a las siete, y había pasado mala noche por una contractura que me había llevado de Madrid. Desayunamos juntos y luego ellos se marcharon a llevar a los niños al colegio. Mis notas me recuerdan que pasaron muchas cosas aquella mañana. Me quedé en la calle sin llaves y tuve que buscar a M. en la Facultad. Menos mal. Almorcé con ella y me presentó a V., una profesora italiana, de Bolonia, que había vivido en México y llevaba varios años en Islandia. Vivía en la misma calle que M. y M., y se ofreció a acompañarme al Círculo Dorado. Ella estaba algo deprimida, porque su novio islandés, O., acababa de irse a Estados Unidos; pero no se le notaba por «su natural vivo y positivo» —así lo escribí en mi cuaderno de antaño. Me llevó de excursión y pasamos por Hveragerdi, con un cráter, dejamos a un lado Selfoss y subimos hasta Skalhotl para llegar al Geyser, el pequeño, que surgía de la superficie cada cuatro minutos. V. intentaba hacerme una foto con la subida del agua hirviendo y sonó el móvil. Era M., muy alterada, que nos daba la noticia del atentado contra las torres del World Trade Center de Nueva York. Parecía una escena irreal con la entraña de la tierra mostrándose en un chorro imponente, y la voz de M., llorosa, impresionada por algo que nosotros aún no podíamos concebir. Luego sí. Más tarde. En casa. M. me tradujo los datos que la televisión islandesa iba aportando en una ciudad en la que al día siguiente de los atentados, con las banderas a media asta que pude ver, se manifestaron algunos grupos ecologistas por que los aviones desviados del espacio aéreo que tenían que aterrizar en el cercano aeropuerto de Kevflavik descargasen en el mar sus tanques de combustible. Un día después de aquello, me encontré con una persona de Zorita (Cáceres) allí en Reikiavik. Ég skill ehki.
lunes, septiembre 06, 2021
Carmen Laforet
© Editorial Destino
Me han enviado hoy unas frases que suscribo: «Algunas cosas pueden parecer nada y lo son todo. Hay que saber ver, aprender a apreciar lo menudo y a despreciar lo que sólo hace bulto. Nada que parece grande ni que reluce en exceso tiene gran validez. Lo bueno es aquello que sin grandes destellos lo llena todo». La intención, que agradezco, era recordarme que hoy es el centenario del nacimiento de Carmen Laforet; por eso la frase llevaba a su pie el título de su obra más conocida, Nada; y el nombre y el apellido de su autora. Así aparece en muchas páginas en la red, en muchas imágenes en las que ese texto se muestra con voluntad dudosamente artística en colores, formatos y adornos, y siempre con la mención de autoría de Carmen Laforet. He podido comprobar que esas palabras no están en la novela que fue reconocida con el primer Premio Nadal de 1944. Y también me permito dudar de que sean de Carmen Laforet; pero circulan por la red tan campantes como otros casos en los que nadie se cuestiona si lo que se atribuye a Oscar Wilde o a Gandhi —asiduos— es una cita cierta. A propósito de esto, uno puede encontrar en algún blog el texto que me han enviado encabezando un fragmento de Nada, y en los comentarios leer que es una magnífica novela, preguntar de quién es ese fragmento, y que la respuesta sea: «Es mío». Cuesta poco comprobar si estas citas son apócrifas o verdaderas, y, sin embargo, es comprensible no hacerlo por comodidad y por la gana de compartir algo tan avenido como que hay cosas que pueden parecer nada y lo son todo, que hay que saber ver y aprender a apreciar lo menudo, y que nada que parezca grande tiene por qué ser lo mejor, y que lo bueno es lo que lo llena todo sin grandes destellos. Me parece que es verdad. Y me parece que no es de la novela de Laforet. A pesar de todo, es bueno para recordar a la escritora de la que hoy se ha celebrado el centenario de su nacimiento; hoy, que he pasado todo el día con la página de Google con un doodle dedicado a ella. Está bien.