© Uly Martín
A Lara Garlito
El individuo de la foto tiene las palabras en las manos. Conservo la página —la 36 de El País del martes 17 de octubre de 2006— en la que se publicó esta fotografía que hizo Uly Martín desde que apareció con motivo de la presentación en Madrid de la novela de Juan José Millás Laura y Julio (Barcelona, Seix Barral, 2006). La página, unida a otra que contiene un texto de José María Guelbenzu a propósito del centenario del nacimiento de Dino Buzzati, ha amarilleado bastante desde entonces. El individuo de la imagen es conocido. Un escritor admirable, muy querido para mí. Recuerdo que la entrevista que le hizo Jesús Ruiz Mantilla volvió a desviarme de la literatura —que sí estaba en la consideración de Millás de la novela como un artefacto y su mención de Chesterton y Borges—, pues se le preguntaba al escritor por si su personaje Laura era más fría (¿o no?) y si el trabajo de fisioterapeuta era un enigma, y el escritor hablaba de que su personaje Julio, como si fuese un conocido de carne mortal, «quiere pasar al otro lado del espejo y convertirse en Manuel, porque cree que es mejor». En fin, no voy a quejarme otra vez de esta manera que algunos tienen de aludir a la literatura como si fuese un patio de vecinos. Lo que más me atrajo de aquella página fue la fotografía, que suscitó en mí la curiosidad de preguntarme dónde se hizo y de indagar sobre su escenario, los detalles de su fija realidad. (Ni que decir tiene que estoy intentando emular al tipo de la foto cuando él escribe esos luminosos pies de imágenes en su periódico; y ni que decir tiene también que tengo conciencia clara de mi frustración). La verdad es que parece que ese hombre tiene algo que decir. Se le nota en las manos. La derecha es la más expresiva y completa —luce cinco dedos—, frente a la izquierda, ancilar, y quiere decirnos que, de las dos, es la de uso. De la yema hundida del dedo pulgar de su mano izquierda, si no es de nacimiento —qué bonita expresión esta—, puede inferirse una presión previa, reciente, sobre algo que quizá podría ser el asa de la taza de la infusión que está tomando. Pero el tipo no tiene la expresión de ser tan vehemente y yo no quiero pensar en que sea alguna patología tratable. El ser humano que se ve a su espalda parece querer escuchar, y disimula mientras sus orejas de soplillo y su coronilla maltrecha miran hacia arriba a alguna pantalla situada en algún lugar del local. La servilleta que se ve sobre la mesa es un indicio claro del sitio de la escena, la cafetería restaurante Zahara, ya desaparecida de la Gran Vía de Madrid. Eso creo. Una alianza en el dedo anular de su mano derecha, la taza con una infusión de la que parece asomar la raja de un limón y el estuche de la Deutsche Gramophon podrían ser pistones narrativos para un relato biográfico. Por fijarme en otra cosa, el estuche contiene —así lo creo— tres discos compactos, la edición del Don Giovanni de Mozart de la Deutsche Grammophon interpretada por el alemán Fischer-Dieskau y dirigida por Karl Böhm. Se adivina eso por la ilustración de cubierta, con el galán dieciochesco y el fondo de un jardín de época. Una de las razones por las que, después de más de catorce años, me he animado a publicar este texto es el buen rato que paso muchas mañanas de domingo escuchando a Millás en amena y divertida conversación con Javier del Pino, en A vivir que son dos días —cuyo título es verdad tan grande como recomendable es el programa.
Coincido en lo del buen rato y asaz sabia tertulia con Javier del Pino los domingos. A mí me pilla limpiando la casa y ameniza que no veas.
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