Esta mañana, nuestro Presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, abría su intervención en el Congreso de los Diputados con una alusión al aniversario de la II República Española. Yo estaba escuchando la radio y gracias a ello me percaté del día. No sé, conozco las fechas históricas, y nadie tiene que recordármelas; pero a veces uno tiene la cabeza en otros asuntos y se olvida por un instante de un 14 de abril o de un 6 de diciembre. Incluso hay hechos históricos que no recordaría si no estuviesen vinculados a una película o al cumpleaños de alguien conocido. En este caso, valdría como ejemplo el 4 de julio. Salvo si se trata de mis hijos o de medio centenar de personas, olvido las fechas de los aniversarios; así que no me ha preocupado esta mañana darme cuenta así de que hoy se cumplían noventa años de la proclamación de la República de la que fue su presidente Manuel Azaña (1888-1940). He buscado mi ejemplar de El lucernario. La pasión crítica de Manuel Azaña (Barcelona, Ediciones Península, 2004), de Juan Goytisolo, y he leído: «Los testimonios de que disponemos sobre los últimos días del ex presidente republicano, amenazado con su inminente entrega a Franco por el gobierno de Vichy, y las circunstancias dramáticas de su muerte —el suicidio de su médico de cabecera, el doctor Pallete—, trazan un cuadro de soledad y abandono en los antípodas de los honores y ceremonias de la gloria oficial. […] El traslado de sus restos al cementerio [de Montauban] es a la vez conmovedor y ejemplar en la medida en que responde a sus desiderata. […] Azaña no podía soñar con mayor recompensa: disuelto el cuerpo en tierra extranjera, su obra permanece y llega hasta nosotros como algo que sentimos contemporáneo y ajeno del todo al oropel de la actualidad» (pág. 152).
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