Ya he mencionado la sección que recoge algo tan querido por el profesor homenajeado como las curiosidades bibliográficas, que añaden al «manogito» un libro de rezos «para uso proletario» que se le escapó a Moñino, a Askins y a Infantes (ahí es nada) —en el artículo sabio y divertido de Carlos Clavería Laguarda—, unos poemas inéditos y otros dispersos de Blas de Otero — en el de Lucía Montejo Gurruchaga—, y la historia editorial de un librito licencioso decimonónico —que hace Álvaro Piquero. Cierra los tramos académicos un «Jardín de letras ilustradas», que representa la vigencia a través de siglos que Víctor Infantes personalizó en sus intereses de lo que el llorado Rafael de Cózar, que murió por sus libros, historió como «formas de ingenio literario», desde la emblemática a la poesía experimental contemporánea. Por eso, creo que no desentona una reseña de un libro objeto tan único como El peso de la ausencia, de Antonio Gómez (1951), que sitúa a Víctor Infantes a finales de la década de los setenta y en los ochenta ya ávido de poesía visual, junto a otras aportaciones como la de María del Rosario Aguilar Perdomo, que se fija en cómo un texto literario —el poema en estancias Descripción de Buenavista, de Baltasar Elisio de Medinilla (1585-1620)— recrea el espacio antiguo de ese cigarral toledano; o junto a lo que propone Ignacio García Aguilar, que comenta imágenes y notas al margen de la novela Historia del Huérfano (1621), que había llamado la atención de Rodríguez-Moñino; o, finalmente, lo que Mª Carmen Marín Pina, Ana Martínez Pereira e Inmaculada Osuna escriben sobre las ilustraciones de una obra caballeresca, sobre el programa emblemático en la Santa Casa da Misericórdia de Oporto, y sobre la poesía muda en carteles del siglo XVII, respectivamente. Fascinante, como todo lo que llamaba la atención del estudioso de las Danzas de la Muerte y del editor anónimo y clandestino de los Sonetos del amor oscuro de Lorca en 1983. Ya he mencionado la sección creativa «Ingenios» y el álbum de fotografías, pero la guinda está en la escultura recortable de José Casanova —con la colaboración caligráfica de Víctor Infantes— que va encartada al final del libro: El burladero (Escultura recortable), que el escultor, buen amigo de Víctor, creó en 1990. Un amante de los libros, cohacedor de muchos buenos, poseedor de tanto raro y exquisito, merecía un libro así que considero que es una de las ediciones más imponentes en lo que va de este año con uve de «virus», pero también y por fortuna, con la uve de Víctor.
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