domingo, diciembre 08, 2019

Carta sobre el poder de la escritura


Envío el viernes un mensaje para decir que he llegado bien de Madrid y mi hijo Pedro —burlón— lo único que me dice es: «—¿Cuántos libros traes?» El puñetero tenía razón; porque algunos traje. De uno de ellos no tenía noticia. No sabía que Periférica había publicado en abril de 2016 una edición especial —en cartoné forrado en tela roja, para conmemorar su décimo aniversario—, «como un breviario casi» —leo ahora en la página de la editorial— de la Carta sobre el poder de la escritura (1947) de Claude-Edmonde Magny (1913-1966), con el prólogo de Jorge Semprún (1923-2011), a quien se la dirigió en febrero de 1943. «Yo también me he preguntado con frecuencia qué justificaciones dar a esa fe que profeso por el valor del Libro, qué raíces podría tener que la hicieran tan tenaz; hasta tal punto que cuando algunos amigos, de los que sin embargo sé de qué manera su vida interior puede existir sin la escritura, me confiesan su pereza, algo en mí se aflige en silencio, y sólo se calma ante las pruebas materiales de su actividad.» (pág. 15). Esto escribe, casi al principio, la escritora y profesora de filosofía Edmonde Vinel, que firmó con el seudónimo de Claude-Edmonde Magny, y que conoció a Jorge Semprún cuando el hijo del embajador de España en París tenía unos quince años, y a quien leyó la Carta a los veintidós. «Escribir es la mejor manera que he encontrado aquí para integrar cierta experiencia, para “incorporármela” verdaderamente […], para hacer que dicha experiencia esté a mi entera disposición, totalmente convertida en aptitud, como la natación o la locomoción. Eso no significa en absoluto que todo esto sea válido también para usted» (pág. 17), escribe a Semprún. En estas páginas bullen personajes como Monsieur Teste, de Valéry, y autores como Rimbaud, Balzac, Proust, Keats, Rilke, Henry James, Mallarmé, Dos Passos o Kafka. También Gide, Sainte-Beuve y Flaubert. La lectura de esta Carta es reparadora —imagino cómo sería para su destinatario, que declara en el prólogo que la llevó consigo a todas partes, en todas las circunstancias de su vida, «incluso durante los viajes clandestinos» (pág. 9)— y propicia un rato —son treinta y ocho páginas— de plenitud literaria que es de agradecer. Semprún culmina su breve prólogo citando una frase de Claude-Edmonde Magny, cuya influencia, dice, fue determinante en su trabajo como escritor: «Nadie puede escribir si no tiene el corazón puro, es decir, si no se ha desprendido lo suficiente de sí mismo…», a la que responde: «Me esfuerzo en ello.» La traducción es de María Virginia Jaua. P.S.: noto la mano del llorado Julián Rodríguez (1968-2019) en la publicación de este libro, en su aspecto externo. Y vuelvo a verla, desde los inicios de su editorial, en la nota que sigue apareciendo al pie de los créditos: «El editor autoriza la reproducción de esta obra, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales». No, como siempre figura, por imperativo legal, en tantos libros.

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