Me gustan las novelas que dan que hablar. Esas que, por mucho espacio que te den para una reseña, siempre te suscitan para escribir más. Y estoy seguro de que El verano del endocrino (Tegueste, Tenerife, Baile del Sol, 2018), de Juan Ramón Santos (Plasencia, 1975), se convertirá con el tiempo en objeto de un estudio crítico enmarcable dentro de algún género académico como un artículo, un trabajo de fin de máster o una tesis doctoral. Lo digo convencido por haber puesto a ordenar mis notas sobre la lectura que hice este verano de esta novela y reparar en la importancia que di en su momento —y por qué no ahora— a un detalle paratextual que tanto me gusta que ocupe dos páginas. Son los cinco extractos, y no breves, de Josué (10, 12-13), de Schopenhauer, de Wislawa Szymborska, de Gustave Flaubert y de Nuno Júdice que reciben al lector pasada la portada de esta espléndida novela. Para este lector, no es mala propuesta para adentrarse en un libro que ha propiciado una lectura tan gustosa. Es la de Juan Ramón Santos una de las principales obras literarias publicadas en este año 2018. Lo dijo antes Enrique García Fuentes en las páginas de Hoy —el periódico que no deja ver en la red lo que dedica a la literatura todos los sábados— en una reseña del Endocrino que tituló «Homenaje», y en la que decía algo que yo creo que nos hemos planteado casi todos los que hemos leído el libro. El homenaje abierto y sin complejos a un maestro como Gonzalo Hidalgo Bayal, a cuyas novelas cualquier lector leído mirará cuando empiece a leer El verano del endocrino. Pero no cuando termine la novela; porque se sostiene sola, solo con la dependencia de toda obra que pertenezca a este gran árbol de la literatura. De su maestro, Juan Ramón Santos se ha contagiado de creatividad lingüística, de autorreferencialidad literaria, incluso de la creación de ambientes y de personajes —el extraño que llega en taxi una mañana a Labriegos y ahí empieza todo—; pero este Endocrino vuela con solvencia sin necesidad de arneses. La novela tiene veintidós divisiones numeradas y un epílogo, y creo que su retranca está en la extravagante epopeya de un personaje con mayúscula —el Endocrino— que esconde a un tapado. Ese tapado es el narrador, ese yo que está concernido en la primera frase: «Nunca supimos su nombre». Y que no se esconde desde el principio, como en el comienzo del cuarto capítulo: «Yo por entonces aún no lo conocía personalmente». Creo que es tan poderosa la presencia —si no física, sí estilísticamente— del narrador que me parece que en el tratamiento de esa figura radica el problema sin resolver de esta novela como artificio literario. Ahí hay otra novela. Compare, si no, el lector el «Epílogo» con el tono del resto de la obra. En esta parte final, el narrador, tan oculto en un relato centrado en una figura tan enigmática como la del Endocrino, parece otro, menos distanciado y prepotente —estilísticamente hablando—; y a este lector que escribe le habría gustado otra solución. Otros lectores se quedarán con las peripecias y resoluciones de personaje tan peculiar y tan dudoso. Tan sospechoso, diría. En una novela muy bien escrita, muy sugerente, cervantina, bayaliana, recomendable, como hace —a día de hoy, al menos— la página de la Biblioteca Central de la Universidad de Extremadura en su club de lectura «Nos gusta leer». Es algo bien extraordinario haber recorrido lo escrito de un autor casi desde sus inicios y saber que, por lo escrito, todavía la excelencia de ahora será superable, según lo visto.
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