Día de difuntos. He leído, tomando una cerveza, solo, en la plaza más bonita de Cáceres, los dos periódicos que compro desde hace décadas —el Hoy y El País. Salvo la corrección social de saludar y hablar de lo consuetudinario con los camareros conocidos y con un matrimonio amigo que disfrutaba del mismo momento en la misma plaza y en otro sitio, no he hablado con nadie en todo lo que va del día. Pan y prensa. Ahora como solo en la cocina, mientras suena en el aparato de radio un poema sinfónico del compositor libanés Bechara El Khoury —que no hay que confundir con el mandatario de allí— que han programado en La hora azul, de Radio Clásica —tengo pendiente escribir aquí que vengo notando que en esta emisora hay cada vez más palabras y menos música; no sé— y que me tomo como un cambio de plano de la altisonancia del boletín informativo a esta calma del día de los muertos. Estos, los muertos, son, en buena medida y en cierto modo los culpables de que yo hoy esté solo. Una situación habitual que vivo sin disgusto. Vaya esto por delante y por detrás. He comido un pescado al horno que tiene el mismo nombre con distinta grafía que aquel extraordinario cuento de Juan Rulfo de El llano en llamas. Sus tres sílabas, sus mismas vocales en el mismo orden, como la palabra música, como subida, como rutina. En ese cuento el hombre que habla dice del lugar que se llama Luvina que es muy triste: «Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente como una gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.» Es un cuento maravilloso que el otro día recomendó Miguel Díez en una entrevista en la que promocionaba su libro Cómo enseñar a leer en clase. Memorias de un viejo profesor (Reino de Cordelia, 2017) y en la que también recordó otro extraordinario cuento de su hermano Luis Mateo Díez, «Brasas de agosto». En él, el personaje se autorretrata con esa frase de «el repetido trance de verme embarcado siempre en algo ajeno que me acabe involucrando más allá de lo debido». A veces he pensado en eso cuando no he sabido decir que no a una proposición de trabajo, a un encargo; y también he pensado en las veces que no me he involucrado en lo prójimo más de lo debido, y defraudar, como tantas veces me ha ocurrido. No es malo este silencio de los muertos si sirve para sentir, entre estas cuatro paredes de la conciencia, el eco de mi firme voluntad de no hacer daño a nadie.
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